Por José Franco y Lamán Carranza Ramírez
La idea de que el mundo material se forma por pequeñas partículas, indivisibles e invisibles al ojo humano, aparece por primera vez en los textos Vedas – que en sanscrito significa conocimiento – del pensador hindú Uddalaka Aruni, quien vivió en el Siglo VIII antes de nuestra era.
Las relexiones de Aruni se adelantaron por tres siglos al atomismo, vertiente filosófica desarrollada bajo un concepto similar por Demócrito y su maestro Leucipo, en la cual todas las sustancias están formadas por átomos, que en griego significa indivisibles, sin partes.
Hoy sabemos que efectivamente, los elementos químicos están formados por átomos, aunque éstos no son indivisibles. Los átomos están formados a su vez por partículas fundamentales aún más pequeñas, llamadas quarks, gluones y leptones. Pero la historia que nos ha traído hasta estas nuevas partículas fundamentales es larga, interesante y compleja.
De hecho, la construcción del conocimiento actual es una travesía por un océano de representaciones e interpretaciones de la naturaleza, con olas pequeñas —como los mitos y construcciones esotéricas—, y grandes —como las corrientes filosóficas y los avances científicos y tecnológicos—. El viaje fue atropellado y sinuoso hasta que finalmente se llegó al puerto del Renacimiento, cuando fue posible construir los cimientos para la edificación de cada una de las ciencias que hoy tenemos.
Cuando los pensadores de la escuela jónica de la Antigua Grecia establecieron que todo lo que existía en el mundo estaba formado por cuatro elementos —agua, tierra, aire y fuego—, no sabían que en realidad decretaron los principales estados de la materia —líquido, sólido, gas y plasma—. Esta noción de cuatro elementos aparece en diferentes culturas a lo largo y ancho de la historia con algunas variaciones.
En las cosmovisiones de Mesoamérica se manifiestan como fuerzas de la naturaleza asociadas a deidades. Algunas culturas de Asia agregaron un quinto elemento, el éter, una esencia imperceptible para los humanos pero que permea todo el espacio. La noción de un quinto elemento sobrevivió muchos siglos y fue llamado quintaesencia por los alquimistas de la Edad Media.
Posteriormente, en el Siglo XVII, los físicos imaginaron que el éter era el medio de propagación requerido para que la luz viajara por todo el universo. Pero en los siglos XIX y XX se realizaron experimentos para medir la velocidad de la Tierra a través de dicha sustancia, los cuales siempre dieron resultados negativos, de manera que la existencia del éter fue finalmente desechada.
En el caso de la química, el conocimiento se desarrolló desde la Antigüedad y floreció a partir de ensayos experimentales manejando el fuego, mezclando materiales, fabricando pigmentos y herramientas, extrayendo metales, elaborando alimentos, bebidas y medicinas a partir de plantas, etc.
Con el tiempo, estas actividades se refinaron, ampliaron y tecnificaron, formando el cuerpo de la práctica de la alquimia. Fue en el siglo XVII cuando se inició la transición de la alquimia a la química, gracias a la labor de muchos investigadores, quienes dieron forma a los fundamentos y métodos de esta ciencia.
Los trabajos de Robert Boyle, Antoine Lavoisier, John Dalton y Amadeo Avogadro, permitieron establecer los principios de la termodinámica, formular la conservación de la masa, hacer las primeras listas de los elementos químicos y entender que todos los elementos estaban compuestos por partículas, dando la pauta para establecer la teoría atómica moderna.
Estos avances permitieron que Dimitri Mendeléyev lograra establecer el orden correcto dentro de la Tabla Periódica de los 63 elementos químicos conocidos en ese entonces —hoy conocemos 118—. Su descubrimiento fue tan acertado que incluso pudo predecir los lugares y algunas propiedades de varios elementos que se descubrieron después.
El origen de todos los elementos químicos que existen en la naturaleza —con la excepción del hidrógeno y el helio— se encuentra en las estrellas; las verdaderas alquimistas del Universo.
Ellas “cocinan” en su interior a la mayor parte de los elementos químicos, y sólo los más pesados que el hierro se producen en las explosiones de supernova. Gracias a estos procesos, que controlan el historial químico del Universo, nuestro planeta contiene los elementos que forman a todos los seres vivos.
Es común decir que somos polvo de estrellas, pero no debe dejar de maravillarnos el saber que todos los átomos en nuestro cuerpo pasaron por el interior de una o varias estrellas, y que el hierro de nuestra sangre es producto de la explosión de alguna supernova. Como hemos dicho anteriormente, nunca sabremos cuáles ni cuántas estrellas y supernovas están en nuestro árbol genealógico, pero en definitiva ahí estuvimos, fuimos parte de ellas.
Hay muchas historias sobre los descubrimientos y las propiedades de los elementos de la Tabla Periódica, pero compilar los relatos sería motivo de una serie de libros.
Sólo recordemos el caso de un elemento específico que fue descubierto en 1801, cuando éramos aún la Nueva España. El minerólogo Andrés Manuel del Río descubrió en una mina en el distrito de Zimapán, hoy estado de Hidalgo, un nuevo elemento químico al cual llamó Zimapanio.
El material fue llevado a Europa por Alexander von Humboldt y analizado en un laboratorio en Francia, donde por error concluyeron que era cromo. Tres décadas después, el químico sueco Niels Sefström lo redescubrió y le puso el nombre de Vanadio.
Un análisis posterior mostró que ése era justamente el material mandado a Europa por Andrés Manuel del Río, a quien finalmente se le atribuyó el descubrimiento.
Para ese momento el nuevo elemento ya tenía el nombre de Vanadio, México se había independizado de España y Zimapán formaba parte del Estado de Hidalgo. Este hecho representa un motivo de orgullo para Hidalgo y los hidalguenses, y por ello hoy se hacen grandes esfuerzos por estimular a los jóvenes y los niños para que estudien carreras en áreas científicas y tecnológicas.
Sólo así, impulsando el desarrollo de nuevos conocimientos en nuestras instituciones, se pueden realizar las grandes hazañas del ingenio humano, como lo hizo Mendeléyev con la Tabla Periódica, donde sintetizó de una manera lógica, simple y elegante muchos siglos de prácticas experimentales y desarrollos teóricos.