Son las piedras que apiladas forman muros, los más fieles testigos de nuestra historia. Gigantes de memorias centenarias, que heroicamente resisten la furia de la naturaleza, la sociedad y el tiempo.

El Centro Histórico de la Ciudad de México se impone como el más grande de Latinoamérica, ostentando edificios de valiosa arquitectura, tan viejos como el mestizaje mexicano. La imposición de la cultura europea enterró a la gran Tenochtitlan y sobre las ruinas de la capital mexica se erigió la nueva ciudad. A 500 años de su nacimiento, algunas edificaciones han logrado conservar su estructura original, sobreviviendo a inquilinos, invasiones y revoluciones.

Palacio Nacional, en la explanada del Zócalo de la capital mexicana, levantó sus primeros muros sobre las ruinas de las llamadas casas nuevas o “tecpan” de Moctezuma, para convertirse en la segunda residencia de Hernán Cortés.

Pero el proceso de construcción de la nueva vivienda del conquistador fue tardo, pues tras cinco años de trabajos, apenas se percibían los muros de la planta baja y el inicio de las columnas del patio central. A la muerte de Cortés su palacio tenía tres patios y dos niveles de habitaciones y salones.

Y es que pocos conocen el disimulado placer de habitar un palacio. Si retrocedemos miles de años, cientos o decenas, las grandes construcciones denominadas “Palacios” nacen para el mismo fin: ser residencias reales, hogar de reyes y príncipes, el alto clero, burgueses enriquecidos o altos mandos militares, todos ellos elegidos por Dios o, en su caso, por el “elegido de Dios”. Pocos han tenido el privilegio de habitarlos, pero son poquísimos los que han renunciado a ello, ¿quién puede con esta mundana condición tan humana?

El heredero del conquistador Hernán Cortés vendió el predio a la Corona española, convirtiéndose en la sede de la más alta investidura política de la Nueva España. La mansión virreinal dio cabida a la Casa de la Moneda y a la Real Cárcel de Corte, para ello se construyeron nuevos edificios al norte del predio.

La Casa Real de los Virreyes ha permitido a los poderosos de ayer y hoy guarecerse de los motines populares. Pero en 1692, la severa crisis de desabasto de alimentos provocó que indígenas desesperados atacaran la mansión, el edificio quedó casi en la ruina total. En el siglo XVIII fueron constantes las restauraciones arquitectónicas al Palacio, su aspecto general actual llega con la participación del Segundo Conde de Revillagigedo.

Los enfrentamientos violentos registrados entre 1810 y 1921 afectaron la economía y por tanto el mantenimiento del inmueble, pero la autoridad del país emergente conservó el Palacio como sede del Poder Político y se convirtió en Palacio de Gobierno, sede de los Poderes de la nueva República.

Palacio Nacional vió llegar y esfumarse a Guadalupe Victoria, al general Antonio López de Santa Anna, a Benito Juárez, Carlota y Maximiliano, Porfirio Díaz y hasta a los que se presumían revolucionarios, todos ellos embelesados, entre el sentimiento triunfalista y el clamor de los comienzos, eligieron el Palacio y la vida de monarca.

A medio milenio del inicio de su construcción se mantiene ahí, majestuoso y nuestro, esperando impasible la siguiente mudanza.

Podemos traicionarnos y perdernos para siempre; sin embargo, sucumbir al oscuro deseo de habitar un Palacio no es crimen punible, pero son muchas las formas de ser culpable, aunque no exista castigo para el crimen de la falacia y el artificio.

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