El desfile de las selecciones nacionales en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos es siempre un festín de sentimientos, que nos deja soñar con la gloria helénica, esa que coronaba de olivos a los más fuertes, los más hábiles y los más veloces. Ver nuestra elegante bandera mientras enciende el pebetero del milenario fuego olímpico, casi nos hace sentir que todos tienen la misma oportunidad de colgar en su cuello los anhelados metales.

En 776 A.C.   se celebraron por primera vez una serie de competiciones multidisciplinarias disputadas por los ciudadanos de los estados que formaban a la Antigua Grecia, tenían lugar en la villa de Olimpia, monte donde se ubicaba el santuario más importante dedicado a Zeus. Los juegos fueron una oportunidad para acercar a las clases sociales más desfavorecidas a la nobleza griega, promoviendo la paz entre la población helénica.

La tradición griega de la “ekecheiria” era un periodo de tregua a la guerra o cualquier actividad bélica que pusiera en riesgo a los atletas que enfrentaban travesías largas para llegar a Olimpia. En 1992 el Comité Olímpico Internacional rescató esa tradición y llamó a todos los países a adherirse a la tregua olímpica. La realidad es que el llamamiento solemne para la observancia de la tregua no trae paz y la justa deportiva más importante del mundo tampoco es justa.

En México, como sociedad, discriminamos la capacidad de nuestros deportistas y estamos convencidos de merecer estar fuera de los primeros puestos del medallero. Es una realidad que no somos un pueblo que se incline al deporte, pero no es del todo nuestra culpa, no conocemos cuál sería el resultado si el escenario fuera distinto, porque sí, es un tema de presupuesto, pero también de su truculento manejo y el desinterés del sector privado por apoyar a otras disciplinas que no sean el futbol y sus jugosas ganancias. El atleta mexicano tiene que sortear toda clase de escollos, no poseemos un sistema que permita identificar al talento deportivo, apoyarlo y conducirlo en su formación. Son poquísimos los niños que apoyados por sus familias logran acceder a entrenamientos y educación deportiva que les permita desarrollarse como atletas de alto rendimiento, y esta inversión familiar, muchas veces se ve interrumpida por el duro golpe de la realidad: ¿qué futuro tiene un atleta en México? ¿pueden las disciplinas olímpicas ser profesión redituable?

A través de los valores educativos del deporte, se puede empezar a construir la tan anhelada pacificación de México. Promover la justicia, amistad y paz a través del deporte, es proyecto de nación por el que no se ha apostado, y es que siempre será más sencillo la dádiva y el clientelismo que la formación y el acompañamiento.

Los deportistas mexicanos salieron rumbo a Tokio, dejando a sus familias en un país que arde en fuego de violencia, pandemia e incertidumbre económica. En muchos casos, senos familiares que viven en la precariedad absoluta.

Cargan en sus hombros la pesadumbre del compatriota que cree que no deben ir si no traen medallas, también el discurso de un presidente que etiqueta de malos y egoístas a todo aquel que busque ascender, crecer o alcanzar. Estoy segura de que muchos, muchísimos mexicanos no conocemos el temple y disciplina que forman a un atleta, y no podemos ni imaginar la travesía para ser seleccionado nacional, por eso, sus sonrisas en el desfile inaugural ya son medallas para los que reconocemos su valentía. Gracias por cada día de entrenamiento, por cada lágrima de dolor y por el valor, ese que los mantiene de pie enfrentando a naciones desarrolladas, gigantes maquinarias del deporte.

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