En una noche en que el firmamento resplandecía nuevamente con esa luz tenue y evocadora que solo el universo sabe ofrecer, se instaló de súbito un silencio inusual. No se trataba del silencio sereno que acompaña al descanso, ni de aquel que sucede a la calma posterior a la tormenta; era, por el contrario, un silencio digital, frío e inquietante, que presagiaba algo más profundo y perturbador, una incertidumbre que parecía haberse adueñado repentinamente del mundo.
Las pantallas se apagaron de súbito, las transacciones digitales se congelaron, los semáforos quedaron inútiles, y los hospitales activaron desesperadamente protocolos de emergencia para resguardar vidas humanas. Así, privadas de su pulso digital —ese latido constante que palpita a través de redes y plataformas— las personas retrocedieron abruptamente en el tiempo. Un salto que trascendió lo tecnológico para adentrarse en lo existencial; una crisis digital cuya magnitud hasta entonces solo habitaba en ficciones distópicas.
Los recientes apagones eléctricos masivos en la Península Ibérica y en diversas regiones del sur francés reavivaron un debate urgente y necesario: la fragilidad de nuestras infraestructuras críticas como naciones y sociedades modernas. No se trataba ya únicamente de turbinas, cables o transformadores, sino de esas redes invisibles, esos algoritmos silenciosos y las arquitecturas digitales que sustentan, con una precisión quirúrgica, nuestra vida cotidiana. Porque, si la energía eléctrica es el oxígeno indispensable que sostiene nuestras sociedades modernas, la información que fluye imparable a través del mundo digital es, sin duda, la savia vital que alimenta su sistema nervioso central.
Desde hace décadas, avanzamos hacia ciudades dirigidas por inteligencias artificiales; un mundo donde los servicios públicos se automatizan y algoritmos complejos deciden no sólo qué contenido consumimos, sino también las relaciones personales que tejemos y las decisiones que toman nuestros líderes políticos en las esferas local, nacional y global.
Aunque esta nueva realidad digital nos ha proporcionado beneficios evidentes, como administraciones públicas más eficientes, medicina personalizada, educación accesible y transporte optimizado, también nos ha atado a nuevas formas de dependencia. Dependencias dulces y cómodas, hasta que dejan de funcionar y revelan su rostro más oscuro, sumergiéndonos en la incertidumbre.
Inevitablemente, surgen preguntas incómodas y profundas: ¿Qué ocurre cuando el corazón invisible de este sistema falla? ¿Qué sucede cuando una sobrecarga eléctrica, un ataque cibernético coordinado o un simple fallo en una línea de código paraliza no solo la energía, sino la capacidad operativa de gobiernos, bancos, hospitales y ciudadanos?
Imaginemos ahora un futuro inquietantemente próximo, en el que ciudades emblemáticas como Nueva York, Ciudad de México, Nairobi, Sídney, Tokio o Ciudad del Cabo enfrentan no solo apagones eléctricos, sino interrupciones digitales producto de conflictos regulatorios sobre el manejo y protección de datos personales, evidenciando las complejidades del equilibrio entre innovación tecnológica y derechos ciudadanos.
Extendamos este escenario a varios días sin conexión digital alguna: sin redes, sin comunicación efectiva, sin funcionalidad bancaria ni transacciones comerciales, y sin un Estado operativo capaz de responder. Estamos ante la imagen de una ciudad o, peor aún, un país entero sumergido en la oscuridad tecnológica, atrapado en un limbo inquietante y cuyas consecuencias se traducirían en profundas afectaciones al goce efectivo de libertades fundamentales que creíamos aseguradas tras siglos de conquistas políticas y sociales.
Hemos incorporado tan profundamente la vida digital a nuestra cotidianeidad, que la aceptamos como una extensión natural de nuestra conciencia y biología, sin advertir que su interrupción puede convertirse rápidamente en imposibilidad para acceder a atención médica, ejercer derechos fundamentales o recibir servicios públicos esenciales. Todo ello, en un mundo ya vulnerable a catástrofes naturales, pandemias y ahora también expuesto a colapsos digitales y ataques logísticos orquestados.
El panorama es sin duda dantesco. Y es que la inteligencia artificial posee una dualidad inquietante: por un lado, ofrece eficiencia, transparencia y orden frente a laberintos burocráticos y errores humanos; pero por otro, implica un poder autónomo y creciente, al cual hemos cedido inadvertidamente terreno y autoridad, ignorando que cualquier tecnología desligada de controles éticos y democráticos puede conducirnos, inexorablemente, hacia la pérdida de nuestras más preciadas conquistas sociales y políticas.
Ante este horizonte, es imprescindible fortalecer nuestros sistemas digitales con políticas públicas inteligentes, transparentes y participativas, que permitan prevenir crisis tecnológicas sin sacrificar derechos fundamentales. Debemos recordar que la tecnología debe estar siempre al servicio de la humanidad y no al revés, asegurando un entorno donde la innovación y la dignidad humana caminen juntas hacia un mañana sostenible.
Nuestra mayor responsabilidad colectiva radica en la vigilancia constante y en el compromiso activo de todas y todos para proteger nuestras conquistas democráticas y humanas. Solo así podremos garantizar que el progreso digital se traduzca siempre en bienestar, seguridad y libertad auténtica para todas las personas, en todas partes del mundo.
Si una ciudad, cualquiera que sea, llega a apagarse, jamás debe ser por decisión unilateral de un algoritmo, ni tampoco por la voluntad arbitraria de quienes pretendan manipular estos sistemas. Debe, en cambio, responder a una elección consciente, humana y colectiva, destinada a regalarnos un momento de pausa y reflexión, para repensar juntos el futuro que realmente deseamos encender.
Comisionado Ciudadano del INFO CDMX y Académico de la UNAM