Por: Juan Russo
Se cumplen este año, cuatro décadas de la instauración de una democracia de masas, representativa y liberal. El orden político mixto que inició entonces en Argentina, implicó la convergencia de tres componentes con diferentes orígenes y desarrollos: la democracia como voluntad popular, las instituciones de representación política y los derechos liberales. En Occidente, la democracia tiene su origen en la antigüedad ateniense, e integró mecanismos de autogobierno, donde el concepto de representación moderna no tuvo espacio. Por su parte, la representación política nació y se afianzó, primero como deber y después como derecho, en la Baja edad media, entre el 1300 y el 1500. Por último, el liberalismo surgido en el siglo XVII, como un vigoroso proyecto de defensa de los derechos civiles a través del Estado (los liberales consideraron al Estado como estructura fundamental para asegurar una sociedad libre), fue protagonista de las revoluciones de fines de los siglos XVII en Inglaterra y XVIII, en Francia y Estados Unidos.
En esas revoluciones, y en sus resultados institucionales, confluyeron los proyectos de democracia como voluntad popular con la constitución de una sociedad libre. El mecanismo articulador que entonces se puso en marcha, fue la representación política que evolucionó hacia la representación democrática. Esto es, la representación dejaba de ser, como en la Edad media, una mediación con el pueblo frente al soberano (el rey), y se transformaba en representación del propio soberano (el pueblo). Esta difícil (e improbable) convergencia tardó, como advierte Max Weber en sus escritos sobre Rusia, milenios en realizarse. El siglo XX mostró, en Argentina después de la tercera década (y en Europa después de la segunda), que un orden basado en esa convergencia no sólo era infrecuente, sino de gran fragilidad. La democracia representativa y liberal de masas implicó desde el comienzo, un trípode cargado de tensiones. Las exigencias de cada uno de los términos (democracia, liberalismo y representación) funcionaron con relativa armonía cuando los resultados de las políticas producían crecimiento y satisfacción relativa para la mayoría. Por el contrario, las crisis económicas activaron, como en 1929 (y más recientemente en el 2008), las tensiones del difícil trípode, favoreciendo el debilitamiento de alguno de los componentes, y como ocurrió en 1930 en Argentina, el derrumbe del orden político mixto.
El ascenso del peronismo implicó la reducción del trípode a un régimen de dos dimensiones: 1 Politólogo democracia como voluntad de la mayoría y fuerte representación (vía un líder carismático), quedando opacados los derechos liberales (fundamentalmente derechos civiles), es decir, una democracia iliberal. Durante los años 60 y hasta mediados de los 70, no se restableció el triángulo virtuoso. Después de la caída de Perón, se sucedieron regímenes autoritarios y regímenes liberales no democráticos. La etapa iniciada en 1983 implicó para Argentina, el logro de restablecer después de cinco décadas, la convergencia de voluntad popular, libertades y representación. El gobierno de Raul Alfonsin hizo dos aportes inéditos: liderar el proceso de destitución autoritaria, materializado con el juicio a las juntas militares, y contribuir a la democratización liberal del peronismo. El discurso (y las acciones que le acompañaron) fue tan potente que, al menos por dos décadas, se convirtió en el sentido común de la política argentina. Los peronistas, después de la derrota de 1983 y del fracaso del ortodoxo Herminio Iglesias en 1985 ante el renovador Antonio Cafiero, tuvieron claro que el triunfo electoral implicaba una adhesión sin condiciones a la democracia liberal de masas. Aún con dificultades en el rendimiento de las políticas públicas y con la presencia de actores políticos relevantes de poca vocación liberal, gracias al aporte de líderes políticos y presidencias que, desde distintas posiciones ideológicas, bregaron por la cohesión de la comunidad política y por el reconocimiento del adversario; la convergencia tripartita funcionó durante casi dos décadas, hasta el inicio del nuevo siglo. Este proceso de convergencia entró en crisis en el 2001, con el quiebre de la representación política, como lo muestran la renuncia del presidente De La Rua y la fragmentación extrema en las elecciones presidenciales de 2003. Ese año fue el inicio de una etapa política, caracterizada por una nueva erosión de la convergencia originaria. Desde los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, con gestos que lograron el apoyo popular (y también de sectores medios), se actuó deslegitimando la dimensión liberal del trípode. El intento de cooptación de actores de oposición en un proyecto personalista, el descrédito sistemático de los opositores renuentes a los cantos de sirena, la incansable búsqueda de reformas judiciales, los intentos de hegemonía sobre los principales medios de información, y ante el fracaso, su deslegitimación sistemática, fueron acciones que tuvieron como objetivo lograr desequilibrio en la competencia y lograr hegemonía. La nueva matriz de democracia iliberal implicó dos novedades. Por una parte, se intentó monopolizar desde el gobierno el total de los principales temas, que constituyen los valores de la identidad política nacional, tales como “representación de la nación”, “soberanía nacional”, “derechos humanos”, “democracia”. Por otra, se actuó sistemáticamente polarizando, a partir de la relativización de la verdad fáctica. Los hechos (y por supuesto la historia) se pusieron en función de la conveniencia política. El pragmatismo (“verdad” es lo útil) derivó en un violento universo nominalista; un mundo trumpeano donde las palabras del jefe político no reflejan los hechos sino que se imponen sobre ellos. La mentira se convirtió, no simplemente en una reacción de un líder para salvar una situación provisoria, sino en mentira organizada. Se creó un orden político para la mentira, desactivando parte del Estado para lograr impunidad y contestanto como relativo cualquier hecho o dictamen de los tribunales de Justicia. El resultado ha sido una creciente polarización-radicalización política con el quiebre del sentido común nacional. Desde hace dos décadas se regresó a una pugna abierta sobre el orden político a construir: democracia liberal contra democracia iliberal. La libre discusión en una comunidad política, propiciada por Alfonsín en épocas fundacionales del régimen mixto, fue reemplazada por acciones de descrédito contra los “enemigos” de la oposición. Después de cuatro décadas de inaugurada la democracia de masas, representativa y liberal, hoy el consenso entre los partidos se limita sólo a respetar el veredicto de las urnas (la democracia como voluntad popular); pero hay disenso respecto de las instituciones y las políticas de equilibrios de poder (la dimensión liberal). Hoy, la contienda política central es sobre reestablecer la convergencia entre libertades, voluntad popular y representaciones responsables y sensibles; o avanzar hacia la divergencia, hacia el oscuro callejón de las democracias iliberales.