Cambiar la naturaleza del régimen de un país es una ardua tarea para cualquier sociedad. Hacerlo por la vía democrática lo es aún más. En México esa tarea la han intentado un abanico de grupos e intereses a lo largo de su historia. Pero ha sido la izquierda y los sectores progresistas quienes mayor huella han dejado en la memoria colectiva y en el desarrollo de México como nación.

Desde hace años, el régimen que emergió de esa fragua que fue la Revolución Mexicana, perdió su vocación progresista, recreó una estructura política viciada y propició la creación de un entorno de corrupción que permeó casi todos los ámbitos de la vida social. Surgió así una nueva oligarquía ávida de riqueza y de ejercicio del poder, sin mayor compromiso con las apremiantes necesidades económicas, sociales y culturales de muy amplios sectores de la población.

El ahora viejo régimen, el del PRI y el PAN, a pesar de haber sido autoritario y en ocasiones brutal, no parecía molestar demasiado a los indiferentes y casi siempre apartó un lugar confortable para aquellos intelectuales que buscaban acomodarse mediante una crítica blanda, oportuna, finalmente conveniente al régimen, toda vez que le daba una fachada de pluralismo, modernidad y tolerancia.

Cuando en 2018, la cuarta transformación de la vida pública nacional (4T) puso en marcha su proyecto de cambio en la naturaleza de la estructura del poder por la vía democrática, un buen número de ellos encontraron intolerable un discurso y una política donde se les ignoraba o donde se les reprochaban sus acomodos con un pasado corrupto, que sólo beneficiaba a unos cuantos. Nunca admitieron que se le diera preferencia al papel y a los intereses de los hasta entonces excluidos: la mayoría de los mexicanos que se encontraban en la base de la pirámide social.

La respuesta de varios de ellos, que hoy se consideran ofendidos y marginados como resultado de los cambios en el statu quo ante, ha sido calificar al proyecto y al espíritu de la 4T como antidemocrático. Algunos incluso se autodenominaban independientes, hasta que finalmente tuvieron que definirse en público. Optaron por movilizarse en apoyo a las candidaturas propuestas justamente por los partidos del pasado: PAN-PRI y lo que quedó del PRD. Esa fue la alternativa política que escogieron, ante el veredicto del sufragio universal -que no les favoreció en el pasado reciente- y que, seguramente anticipan, volverá a fallar en su contra el 2 de junio.

Su estrategia ha sido convertir la defensa de la democracia en causa nacional. Esa defensa funciona, a su vez, como una amalgama de intereses (no uniformes, por cierto) que aglutinan sentimientos revanchistas y otras ansiedades sociales contra un enemigo común, con lo cual justifican su cruzada contra la 4T.

Visto a la luz de la experiencia histórica, lo que realmente sorprende, no es tanto su elección ideológica, sino la incapacidad de los inconformes para elaborar una verdadera alternativa de gobierno, a la altura de la propuesta de dar a la 4T continuidad con cambios, mediante un proyecto de consolidación innovadora, nutrido de un amplio diálogo social con sectores muy diversos, presentado por la Dra. Claudia Sheinbaum en multitud de foros a lo largo de su campaña política.

Sin proyecto original y sin admitir que su México ideal es el del pasado, superado ya por la realidad, los abanderados de la oposición no han encontrado más opción que enarbolar la bandera de una supuesta dictadura por venir. Hicieron su campaña al grito de ¡Viva la guerra sucia! pero sucia en serio, con todo contra Claudia, aunque sea con chismes, como bien lo proclamaron. Perdieron así, la oportunidad que les dio la democracia de ir a un verdadero debate.

Ciertamente hay contrastes marcados entre los contendientes en materia de derechos sociales, educación, salud, energía, ciencia, medio ambiente, economía, etcétera, y ocurren también choques puntuales, como el que tiene lugar ante un poder judicial arraigado en un pasado notable por su corrupción o el del regreso a un seguro de salud cuya cuantiosa bolsa llevó a varios gobernadores del PRIAN a la cárcel, por disponer a su antojo de ella.

Es difícil suponer que la visión de los inconformes resulte aceptable para las mayorías que siempre han vivido en una esfera muy distinta a la habitada por las minorías privilegiadas, de las que proceden el grueso de las manifestaciones de inconformidad. Pero así es la democracia. Hay mayorías y hay minorías. Por eso resultan tan importantes las elecciones, nos permiten definir, entre otras cosas, donde se ubica cada quien. Es claro que hay dos proyectos distintos: el que intenta consolidar un cambio de régimen sin ruptura, dando continuidad a los principios de un humanismo que tiene como objetivo principal la prosperidad compartida, y el que lo descalifica, sin ofrecer realmente una alternativa programática.

La prosperidad compartida implica rescatar los valores fundamentales del humanismo, marginados por los principios del lucro mayor, de la ambición desmedida y de la corrupción impune. Reubica la dignidad de las personas en el centro de las políticas públicas y la convierte en su principal argumento.

El sentido humanista del proyecto de continuidad con cambio, mantiene a los problemas sociales como prioridad, subraya la protección del medio ambiente, la inclusión de las mujeres y los jóvenes, la educación universal y la innovación científica y tecnológica como palancas para consolidar un modelo de desarrollo sustentado en la libertad y en la autonomía de las personas. Un modelo que consolide la distribución de la riqueza y no que retroceda a su acumulación por unos cuantos. Hay que salir a votar el domingo con la convcción de aceptar el veredicto de la democracia.

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