Ya he tecleado aquí alguna vez que el extraordinario poeta chileno Raúl Zurita, quien padeció en piel y alma las vilezas de la dictadura de Pinochet, sabe mucho de las violencias y por eso escribe brutalmente acerca de ellas. Aquí en México también sabemos de eso: Tenemos al menos 70 ejecuciones diarias a manos del narco y 37 desapariciones perpetradas cada día por comandos de sicarios, lo que nos conduce siempre a un momento de horror, “ese segundo infinitesimal en que alguien se convierte en sus despojos”.

Estremece más el escritor:

“Carecemos entonces de conceptos para imaginar qué preguntas, qué recuerdos son los que asaltan a alguien en ese extremo monstruoso en que está siendo muerto por otro. No existen esas palabras y, sin embargo, precisamente por eso, porque no existen, debemos decirlas con más fuerza todavía, debemos gritarlas hasta rompernos la boca. Ése es el deber irrenunciable de la poesía: Traer a este lado del mundo la porosidad terrible y despiadada de cada uno de esos instantes”.

Cuando leí lo de Raúl Zurita por primera vez, me parecía que el poeta estaba describiendo un día cualquiera en México: En el México del sicariato, en el México del tejido social roto por las violencias y los dineros de la narco-cultura, esos fenómenos que corroen insaciablemente pueblos y municipios del país. Un día cualquiera en el México de los sufrimientos indescriptibles que cada hora padecen las madres de los desaparecidos.

Un día cualquiera en el México donde sólo nos queda la palabra para salir de la oscuridad:

“Expulsados del horizonte del lenguaje debemos, no obstante, erguirnos desde la impotencia de las mismas palabras y volver una y otra vez sobre ese extremo irrepresentable de la violencia y del crimen. Repletos de palabras inconclusas, de frases rotas a medio camino, de estrofas que no dicen lo que quisieron decir, desde las primeras epopeyas (…), los poemas testamentarios, los cantos homéricos, la poesía náhuatl, hasta los últimos grandes poemas de nuestro tiempo que en medio del silencio con que son recibidos continúan escribiéndose, le ha correspondido a la poesía, es decir, a esos escombros de una derrota infinitas veces reiterada, (…)”.

Recordar la monstruosa dimensión colectiva del mal, dice Raúl Zurita. Tiene mucha razón: A la violencia hay que nombrarla una y otra vez, narrarla siempre con rigor y detalle, porque de otro modo, silenciadas las atrocidades, se insertan más y más en nuestra normalidad, lo cual no es otra cosa que el miedo incrustado, la derrota ante el terror que de día y noche nos genera la maldad.

Sobre La Ilíada, el pasaje del Canto XXIV donde el anciano Príamo le ruega a Aquiles que le devuelva el cadáver de su hijo Héctor, recrea Zurita:

“Y abrazado a sus rodillas le besaba las manos, esas manos terribles, segadoras de hombres, que habían matado a tantos hijos. Aquiles le devolverá el cuerpo a su padre, es decir, se lo restituirá a la humanidad entera”.

A los padres de decenas de miles de incinerados y destazados; a las madres de miles de mexicanos desaparecidos, ¿quién les devuelve los cuerpos y la humanidad de sus Héctor? Nadie. En México padecemos la deshumanización absoluta, porque ha sido tatuada ya con la ausencia de decenas de miles de personas que se suman cada año a nuestro mundo de lo inasible. Es la maldad machista y deshumanizante que nos hunde en los más monstruosos abismos de la normalización y la desesperanza.

“En nuestros países le sigue correspondiendo a la poesía cumplir con las exequias de los ausentes, sancionar sus vidas y enterrar en las tumbas del lenguaje lo que los vivos debían haber enterrado en las tumbas de sus muertos”, escribe el poeta.

En México, además de a la poesía, eso le ha correspondido y debe seguir correspondiéndole al periodismo, le diría yo a Raúl Zurita un sábado cualquiera en la Casa del Lago de la UNAM.

Así que, pues eso, colegas, aunque se molesten y nos amaguen los poderes, mientras en México existan las inmisericordes guerras narcas, y en tanto persistan los dolores inconmensurables que taladran tantas almas errantes, no podemos dejar de describir las violencias porque la verdad, por más dura que sea, es una forma de contribuir a que se construya la cultura de paz que tanto requiere México.

Al Fondo

Sobre los monstruos de la violencia, sobre los monstruos del sicariato, que también son nuestros engendros, escribió Raúl Zurita:

“Sobrevivientes diarios de una violencia que siempre nos concierne, en la que siempre estamos involucrados, sobrevivientes incluso de los futuros exterminios, no somos responsables sólo por las víctimas, sino que también lo somos por sus verdugos. Son nuestros hermanos monstruosos. Ellos no llegaron de Luxor ni de los confines de la galaxia, no provienen de un universo paralelo, no fueron extraídos de un laboratorio, nacieron en las mismas ciudades y fueron a colegios como los que frecuentan millones de otras personas, transitaron por las mismas calles. El vislumbrar, aunque sea por un instante, que no sólo pudimos ser uno de los asesinados, sino que peor, infinitamente peor que eso, pudimos ser uno de los asesinos, es quizás el aprendizaje más doloroso a que la palabra holocausto nos obliga”.

Por eso no hay que dejar de versear la violencia, no hay que dejar de narrarla, porque sólo desde la comprensión de ese abismo puede germinar el consuelo y brotar el cambio, una transformación social profunda:

“Le correspondió así a la poesía, es decir, a los escombros triturados de una lucha hasta hoy perdida, ser el descomunal registro de la violencia y paralelamente el registro no menos descomunal de la compasión. Es lo que he tratado débil, precaria, malamente, de mostrar en lo que he escrito. (…) Sentí que frente a la violencia había que responder con una violencia infinitamente más fuerte: Con la violencia de la belleza”.

La violencia de la belleza, una salvación comunitaria que pudiera ser, primero, como el amor, fuego helado, hielo abrasador, diría Quevedo, para después hallar la calma, la paz, la serenidad social que sustituya la desgarradora incertidumbre individual y colectiva que generan las desapariciones, ese último sótano de la perversidad criminal que violenta para siempre a todas las personas que buscan infructuosamente a sus desaparecidos, porque en México nunca tendrán un Aquiles que les devuelva la humanidad.

Trasfondo

Aquí, es este país, se ha arraigado una cultura de la muerte, de la santa muerte y sus mil violencias y destrozos sicarios, así que ya es hora de que, a través de la palabra, la reflexión, el conocimiento y la acción, construyamos entre todos una cultura de paz que se esparza entre la sociedad mexicana tan envenenada por la narco-cultura. Por eso, fue una gran noticia, muy esperanzadora, que el miércoles pasado la UNAM presentara el Programa Universitario de Cultura de Paz y Erradicación de las Violencias. Qué mejor lugar que la Universidad de la Nación para sembrar y cultivar otro México posible, una república donde la paz surja desde las aulas “con la palabra que dialoga y no confronta”, la palabra que desarraigue las violencias y que sea un semillero para aspirar a “una experiencia concreta, no a un horizonte inalcanzable”.

Qué mejor que empezar a cosechar, aunque sea lentamente, desde ahí donde están los más jóvenes, esas mujeres y hombres que en el bachillerato pueden hallar un espacio espiritual y académico que revolucione la paz a través de una red de constructores que difunda una cultura pacífica alejada de la crematística muerte inmediata que ofrece la criminalidad.

Ya es hora, o ya no habrá hora: generemos todos una cultura de paz para aislar y derrocar a la tiranía de la violencia criminal.

jp.becerra.acosta.m@gmail.com

Twitter: @jpbecerraacosta

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