Esta semana, después de la terrible decapitación de Alejandro Arcos Catalán, alcalde de Chilpancingo, perpetrada el domingo pasado, he entablado comunicación con varios periodistas guerrerenses que respeto mucho. Resalto que la mayoría de los colegas de Guerrero son tremendamente eficaces, chingones y muy valientes. Viven y se desenvuelven en zonas muy peligrosas y complejas. Los reporteros fuereños vamos y salimos y a veces nos regodeamos de lo que hicimos en territorios violentos, pero nuestros compañeros son los verdaderos héroes que se quedan allá, al alcance de las garras de múltiples capos y de políticos cómplices de criminales.

Con variantes, todos mis colegas coinciden: el atroz asesinato del presidente municipal recién electo fue cosa del crimen organizado entrometido en la política. O cosa de políticos caídos, por la buena o por la mala, en las tenazas del sicariato regional.

¿Alguna vez sabremos si el homicidio lo ordenaron Los Ardillos o Los Tlacos, los dos grupos criminales que se pelean despiadadamente la plaza de Chilpancingo y sus jugosos negocios de tráfico y venta de estupefacientes y extorsión? ¿Y sabremos por qué lo hicieron? Lo dudo: aunque todo mundo sepa quién fue y por qué lo hizo, en Guerrero la impunidad de los asesinatos es de nueve de cada diez, a menos que los autores intelectuales y materiales decidan que les conviene dar a conocer los detalles del caso y lo que llaman “la mecánica de los hechos”.

Además de mis colegas, también indagué con fuentes policiales y militares sobre el mensaje de fondo, el mensaje profundo del asesinato de Alejandro, porque a los capos guerrerenses les encanta jugar al acertijo y gozan enviando mensajes machos encriptados en cada una de sus atrocidades. Todos coinciden: no sólo se trata de una reiteración dirigida a la gobernadora Evelyn Salgado de que ella gobierna, pero no manda, sino que estamos ante un telegrama con un destinatario que es bastante conocido en Guerrero: Omar García Harfuch, el flamante secretario de Seguridad Pública del gobierno federal, quien despachó en ese estado cuando era miembro de la Policía Federal en tiempos de Enrique Peña Nieto, y ahí estuvo hasta la tragedia de Ayotzinapa.

Fue un mensaje para el Secretario de Seguridad, fue “el desafío de Chilpo”, me dice una de mis fuentes, sin asomo alguno de dramatismo en la voz. Fue un “Welcome back to Guerrero, Mr. Harfuch”, afirma otro contacto, sin el menor tono guasa, y aludiendo al millón y medio de guerrerenses que viven en Estados Unidos (en todo Guerrero hay 3.5 millones de habitantes).

Pues sí, sin duda es un terrible mensaje de desafiante bienvenida: “Sigamos con abrazos, o habrá más balazos… y machetazos”. Esta insolencia criminal es el resultado de seis años de cederles territorio en todas las zonas el país donde quieren mandar. Bajo la premisa de que había que evitar a toda costa enfrentamientos que derivaran en masacres (esos intelectuales que jamás han pisado territorio comanche y que criticaban la letalidad de las Fuerzas Armadas, cuánto daño hicieron), el anterior gobierno permitió que la narcocracia mexicana fuera cada vez más brutal y arrogante.

Habrá que revertir eso pronto. García Harfuch no dio señal de recibido al mensaje, se dedicó a Sinaloa esta semana, pero ya les responderá recuperando territorios tomados por ambos grupos criminales. Lo hará con las Fuerzas Armadas y la Guardia Nacional y procurará nulificar objetivos generadores de violencia que llevan años y años paseándose por allá con total impunidad. Todo mundo sabe en Guerrero quiénes son los capos y los múltiples capitos que tienen asolada a la población, principalmente con extorsiones. Todo mundo sabe de las conexiones de policías y funcionarios. Todos. Y me consta, porque los informes de Inteligencia del Ejército son de una precisión pasmosa. Ahora, lo que se necesita, es que toda esa información exacta esté en manos de fiscales eficientes que recaben pruebas contundentes que les permitan a los jueces no sólo conceder órdenes de aprehensión sino dar fallos rotundos. Y esa misma información, además, debe completarse con inteligencia financiera para ir neutralizando los recursos de estos grupos y sus asociados civiles.

BAJO FONDO

Le voy a poner dos ejemplos de lo que le acabo de narrar, citando un caso muy sonado. El 13 de noviembre de 2014, casi dos meses después de la tragedia de los normalistas de Ayotzinapa, publiqué una serie de textos en los que asentaba que, de acuerdo a trabajos de inteligencia militar, así como de pesquisas de la entonces PGR y de la fiscalía guerrerense (cada cual por su lado), desde meses antes de la desaparición de los jóvenes era bien sabido y estaba sólidamente documentado, tanto en ese estado como en Ciudad de México, que el entonces alcalde de Iguala, José Luis Abarca, y su jefe policial, Felipe Flores, presuntamente tenían nexos criminales y habían cometido varios delitos. Además, existían pruebas de sus desavenencias y encontronazos con jóvenes de Ayotzinapa, quienes incluso habían arremetido violentamente contra su alcaldía luego de que un luchador social desapareciera y fuera encontrado asesinado.

Pero las cosas no quedaron ahí: el trabajo de inteligencia sí desembocó en imputaciones ministeriales por la comisión de diversos delitos contra Abarca, Flores, y policías al mando de éste. A la sazón tuve acceso a dos carpetas de investigación. De acuerdo con el expediente 82/2014-I de la Fiscalía General de Guerrero, y a la averiguación previa SEIDO/UEIDS/4612/2014, de la Procuraduría General de la República, también hubo denuncias contra integrantes del cártel Guerreros Unidos que operaban en esa ciudad y que presuntamente tenían vínculos con ambos servidores, y que como hoy sabemos, fueron quienes desaparecieron a los normalistas.

¿De qué tamaño eran las imputaciones sustentadas en evidencias y testimoniales de víctimas? Abarca, el alcalde, estaba imputado en esos expedientes como presunto autor intelectual de dos asesinatos y amenazas de muerte. Además, él y su secretario de Seguridad Pública eran señalados como partícipes en secuestros y extorsiones, y por supuesto, de ser cómplices y socios de líderes de Guerreros Unidos. María de los Ángeles Pineda, esposa de Abarca, también estaba señalada en esas indagatorias por tener los mismos vínculos y por haber amenazado de muerte al menos a dos líderes sociales de la región.

¿Alguien en el gobierno federal de Peña Nieto movió un dedo para ponerlos quietos? Nadie. ¿En el gobierno estatal de Ángel Aguirre? Nadie. ¿En la PGR? Nadie. ¿En la fiscalía local? Nadie. Los imputados siguieron en lo suyo impunemente. ¿Qué pasó cuatro meses después? La desgracia de la noche de Iguala.

Pero eso no fue todo. En otros textos documenté que, incluido Abarca, doce alcaldes de Guerrero (ocho del PRD, cuatro del PRI), catalogados como “objetivos de atención especial”, también estaban imputados por tener vínculos criminales. De acuerdo con documentos del gobierno federal que concentraban algunos de los trabajos de inteligencia realizados por cuerpos de seguridad del Estado mexicano hasta julio de ese año, desde el principio de 2014 se había detectado que 11 alcaldes de Guerrero presuntamente tenían vínculos con diferentes grupos criminales (Guerreros Unidos, Los Rojos, Familia Michoacana, derivaciones de los Beltrán Leyva, y Caballeros Templarios), ya fuera por voluntad propia, o debido a “actos de coerción de asociaciones delictivas”. Los documentos tenían pelos y señales de las imputaciones.

¿Pasó algo? Salvo en dos casos, no.

Ese es el reto de García Harfuch, vincular inteligencia con procuración e impartición de justicia, o la impunidad seguirá quedando ahí, documentada para la vergüenza nacional.

En fin, las cosas estaban y están muy feas, pero hoy soy optimista. Quiero ser optimista. Suerte, mucha suerte a Omar García Harfuch en Guerrero (y en todo el país).

Twitter: @jpbecerraacosta

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