El Avandarazo del 11 y 12 de septiembre del 71 fue un sonado golpe en la cabeza del rock nacional; todo mundo vivió ahí su Woodstok en chiquito
Este lunes pasado se cumplieron 52 años de Avándaro, el memorable festival de rock sin ruedas que congregó una cifra inexacta de asistentes que celebra, año con año, en las vecindades de la liturgia territorial de la música autóctona (el Tianguis Cultural del Chopo) con toda clase de chucherías, memorabilia coleccionable, discos conmemorativos y un número indeterminado de devotos, que se suman a la celebración, aunque no habían nacido en el momento culminante del rock mexicano.
En el volumen dos ("Lo años setentas), cuando la revista "Rolling Stone" rifaba de verdad, no como el pasquín de modas que es hoy, todo el mundo del periodismo rockero quería escribir.
El Especial de Rock Latino retomaba mucho de lo que fue el mítico y legendario festival.
Un nutrido contingente de escribas: José Agustín, Diego Manrique, Arturo Castelazo y Federico Rubli, entre otros, disparó desde todos los enfoques posibles: mitología, libros, discos de vinil, compilaciones de compactos, grandes hits y una ruta fílmica crítica de lo ahí filmado por cineastas independientes del momento.
Entre los debutantes al extraño festival, estuvieron los Tres Tristes Tigres, convocados por Armando Molina (que tiene mucho de particular con el rock nacional), que fue el encargado de ofrecer el billete correspondiente a cada grupo y que, en un momento, se le brindó sólo a Javier Bátiz (que dice que no pudo llegar porque era muy difícil transitar por las calles en su limousine).
Se cuenta que, originalmente eran 18 grupos los finalmente contratados de todos los géneros, y que actuaron bajo un foco de 60 watts según el proverbial Molina.
El Avandarazo del 11 y 12 de septiembre del 71, fue un sonado golpe en la cabeza del rock nacional pues, como bien escribió en su momento la revista "Alarma!", la droga (principalmente marihuana) corrió en todas las latitudes, incluso la que vendía a granel el Ejército.
Entre amagues y encueres, todo mundo vivió ahí su Woodstook en chiquito, que congregó a los marihuaneros de la época y algunos que fueron fotografiados en flagrancia por uno que otro famoso de la lente como Graciela Iturbe.
La prensa se le echó a los organizadores del festival, y ahora son simplemente un souvenir, que se vende en los pasillos de El Chopo.
El frenesí culminante del festival llegó cuando Luis de Llano Macedo, enviado por Televicentro, dice que le confiscaron las cintas que grabó (muchos afirman que todavía están bajo el colchón de su cama).
El propio Armando Molina todavía recordaba lo que le contó su padre sobre el desenlace del festival y su famosa encuerada, a la que casi se le siguió juicio por su participación de stripper.
Sin embargo, hay que decir que, de Avándaro, lo que queda son sus testimonios fílmicos (de los cuales han salido muchos documentales) y lo concerniente a libros de reciente factura, el "Prometeo 71", de Federico Rubli Caiser, prologado por “El ladrón de cuello blanco”, Guillermo Santamarina, que fuera cantante de Las Pijamas a Go-Go.
El libro habla sobremanera de los participantes y de su momento cultural, incluido el de los conjuntos y posiciones en que les tocó ejercer, volviéndose personajes clave y determinantes del rock chilango y el de venidos de otras latitudes.
Todavía suenan los estremecimientos de Valle de Bravo y dicen que también ronda el espíritu de Jaime Almeida.