Presumir en medio de esta especie de sociedad secreta de la oda a los discos se ha vuelto más que un deporte, y las redes sociales han propulsado que el pobrediablismo discográfico, sin prácticamente identidad definida, se vuelva una forma de status, entre los que sólo viven para aumentar su colección de discos, aplicando a ella varias reglas no escritas.
Para pertenecer a esta hermandad hay que seguir varias normas. Primero, hay que tener una cantidad considerable de discos de rock en sus diferentes variantes. Luego, hay que saber distinguir entre discos valiosos y plásticos que no valen nada y mirar con cierto desdén al rock nacional. No es lo mismo un grupo de, por ejemplo, rock italiano o de krautrock, que el rock urbano de El Haragán, las burdas imitaciones de Moderatto, o los gritos desaforados de los santones y guadalupanos de El Tri.
Las rarezas se tasan más y sube el status y precio si nunca han sido abiertos. Hay muchos coleccionistas de vinilos que viajan a convenciones europeas y americanas para comprar LP baratos, a los que les aumentan el precio para atrapar incautos en territorio del Chopo, tianguis similares o particulares.
La mayoría de estos ejemplares se pueden conseguir también en CD o en réplicas japonesas y hay artistas mexicanos que incluso han llegado a mejorarlas, inventando nuevas formas de presentación, como las ediciones en mini LP o los terminados a mano.
Los que padecen la enfermedad del coleccionismo mitifican el dinero muerto o detenido en el tiempo. Si abren un disco coleccionable, automáticamente se deprecia su valor y, aunque esté en perfectas condiciones, o nunca se haya escuchado en un equipo profesional de alta fidelidad, ya no es lo mismo.
Algunos que han hurgado en los tesoros discográficos que dejó el abuelo, encuentran joyas que no conocían. Como no saben de qué se trata, acaban malbaratándolos, por eso es común que los caimanes dedicados al negocio de las rarezas, digan: “Mira lo que me cayó”.
Algunos ejemplares de vinilos como los de Frank Zappa, Van Der Graaf Generator, Can, Gong, Klaus Nomi, las ediciones raras de Los Beatles o Los Rolling, los compilados de Rhino Records, los años 70 vueltos coleccionables de culto en diferentes sellos, se consiguen por separado de curiosidades con formas extrañas.
Discos cortados con láser (como el True colors) de los neozelandeses de Split Enz, los discos de color (tan en boga hoy en día), los prensados en diversas velocidades, los de stickers raros y toda una fantasía recurrente, son estudiados y exprimidos por la turba de coleccionistas irredentos, para sacarles el mayor provecho con inexpertos o recién iniciados en su fenómeno de nombres mitológicos como: Can, Faust, Gong, Captain Beefheart, The Fugs, Sir Douglas Quintet y renombradas hembras del new country como Tift Merrit, Sarah Harmer y Kathleen Edwards.
Todo entra en el coleccionismo desmedido del duo wop, blues, soul, go-go, punk, new wave y diversos registros sonoros de estudio y directos.
La versatilidad del coleccionismo llega incluso a ejemplares inusuales, tirajes muy limitados como El Kaleidoscope, y los de variaciones en sus diseños de portada y etiquetas con estricto conocimiento a detalle de cada disco.
Los taimados, aprovechados, caza recompensas y demás, echan sus redes en busca de dinero fácil, del que despojan sin miramientos a los que son recién iniciados, que suelen confundirse con las reediciones y hasta con los bootlegs y promos.
Al final, en el mejor de los casos, se oyen una sola vez y se archivan, generalmente, en el olvido.
El dramatismo y los subsecuentes lloriqueos se dan cuando se quieren vender en prácticamente lo que sea, y nadie los quiere.
No, si el coleccionismo es canijo y desalmado.