Hace 20 años, un ser andrógino alemán llamado Klaus Nomi aterrizó en el aeropuerto del tianguis del Chopo, siguiendo las instrucciones del controlador aéreo de impensables vuelos cinebiográficos, Juan Heladio Ríos, cuya estadía era referencia obligada hasta para gente como Carlos Monsiváis.
Antes de pasar a peor vida, el Johnny Rivers supo que el documental de las andanzas de un ser extraterrestre que cantaba ópera, fusionándola con el rock, punk y new wave en el East Village de Nueva York, de los tempranos años 80, sería un éxito alternativo. Todo el mundo quería saber de qué planeta venía ese contratenor, entre ellos el mismísimo David Bowie, que lo contrató junto a un compañero para una memorable actuación en “Saturday night live”.
Su vida en el celuloide se convirtió rápidamente en un ejemplo de actitud, vida y muerte (fue la primera víctima oficial del rock del SIDA), lo mismo que su repertorio de extravagantes canciones únicas de una nueva ola que no tuvo tiempo para desarrollarse, hasta que llegaron las plataformas musicales. Un ligero vistazo a Spotify pone en oídos del visitante inesperado, o en los de algunos buscadores de rarezas, una excentricidad que no tenía límites. Nomi y sus discos sorprendieron a una chabacana industria discográfica mexicana colmada de idioteces como el Festival OTI y maldiciones por el estilo.
Su primer álbum homónimo, donde vestuarios extravagantes y audaces cortes estilísticos de pelo y maquillaje lo hicieron brillar a partir de su segundo álbum (“Simple man”, de 1982), a base de una mezcolanza de crossover clásico operístico y synthpop en la vanguardia de Nina Hagen, el Pistol, Malcolm McLaren, Queen y David Bowie.
Estudió canto con Ira Siff y también se convirtió en artista de la repostería, para desembocar luego en una cuidada imagen alienista dentro del new wave vaudeville. El artista plástico Jean-Michel Basquiat, John McLaughlin y Keith Haring figuraron alguna vez como su excéntrico grupo de bailarines.
Su tercer plástico, “Za Backdaz, The infinished opera” (2009), no tuvo la suerte que debió, pero el año pasado fue retomado por un par de remixes (“Volumen Uno y Dos”) y un merchandise fantasmagórico de bisutería de la fina. “Urgh! A music war” es otro rockumental que recoge su talento en su periodo neoyorquino de 1981.
Nomi tuvo también su periodo teatral donde destacó cuando el SIDA era considerado como la plaga entre la gente gay. Finalmente, una serie de complicaciones lo llevó a un cáncer terminal. Sus canciones se volvieron un culto obligado para neoyorkinos y franceses que lo siguen disfrutando en algunos videos de YouTube.
Como en el mundo de la farándula exacerbada todo es negociable, su nombre terminó asociado (quien sabe si para bien o para mal) con las marcas registradas Givenchy y Paco Rabanne, que utilizaron su imagen andrógina de vestuarios intergalácticos, faldas triangulares y chaquetas aeroespaciales, muy acordes con un par de discos en directo: “Encore” (1983) e “In concert” (1984). También hizo mucho de cine underground muy codiciado en ediciones especializadas y seis canciones que son ahora publicaciones de culto en versión de 45 rpm.
Seguro allá, en el cielo del infierno, estará hablando de cine con el Johnny y de cómo llegó su documental a un lugar a donde ahora abundan la mercadería y el mal olor, que ya nada tienen que ver con su operístico rock.