Puede parecer un sueño guajiro y creo que lo es, pero cuando se vuelve a hablar de una nueva reforma electoral, vale la pena ponerlo en la mesa de la discusión. Hay opciones para democratizar la vida pública. Otra cosa es que al gobierno no le gusten.
Durante años la izquierda democrática planteó la exigencia de que el porcentaje de votos de cada partido o coalición para integrar la Cámara de Diputados se tradujeran exactamente en el porcentaje de escaños. Debía existir una representación proporcional a las adhesiones logradas en las urnas. Es decir, si un partido obtenía el 20 por ciento de los sufragios debería tener el 20 por ciento de los escaños y si alcanzaba el 54 por ciento de los votos igual porcentaje de diputados, y por ahí. Desde 1976 por lo menos, con la primera reforma, esa era la exigencia. Recuerdo que en las audiencias de 1986 para la reforma electoral el PSUM, el PMT y el PRT coincidían en ese punto. Incluso, como representante en aquel entonces del PSUM, la propuesta original del Partido fue que dado que se elegían 400 diputados (300 uninominales y 100 plurinominales), con el 0.25% de la votación un partido debería contar con un diputado (hoy, por supuesto, sé que eso llevaría a una enorme fragmentación de la representación, pero sirve para ilustrar la intención de que los votos se tradujeran de manera exacta en diputados).
Esa revisión de la fórmula para integrar la Cámara de Diputados es doblemente necesaria luego que, contradiciendo las normas constitucionales, a la coalición gobernante, con el 54% de los votos, se le asignaron el 74% de los diputados. Porque si con un poquito más de la mitad de los votos una coalición termina con tres cuartes partes de los representantes es que algo anda mal, muy mal. Una distorsión abismal de la propia idea de la representación. Esa inescrupulosa maniobra me recordó lo que un prominente integrante de la nomenklatura actual me dijo: “Es que no es lo mismo ser borracho que cantinero”. Y en efecto, en la oposición la izquierda demandaba que la magnitud de los votos determinara la presencia en la Cámara, hoy en el gobierno lo que pretenden —y han logrado— es que la mayoría se encuentre sobrerrepresentada y las minorías subrrepresentadas como no sucedía desde los años cincuenta del siglo pasado.
No es un asunto más. Se trata de un tema central de la eventual reforma y la fórmula que se apruebe develará la idea de democracia que cada quien tiene. La representación proporcional es, sin duda, la más justa. Cada opción política tendría el mismo porcentaje de diputados que su porcentaje de sus votos. El México plural que acude a las urnas se reflejaría con exactitud en la composición de la Cámara. Se trataría de que el país multicolor tuviera en Diputados una expresión idéntica a los resultados electorales.
Bastaría con establecer en la Constitución que el reparto de los diputados plurinominales se hará para ajustar el porcentaje de diputados al porcentaje de votos para alcanzar la representación exacta. (Sé que existe la posibilidad de que, con un porcentaje menor de votos, por la vía uninominal se rebase el porcentaje de escaños, pero, aunque es posible, resulta poco probable).
Poco habrá de vivir el que no conozca el desenlace de este importante episodio. Pero vuelvo al inicio: creo (y deseo equivocarme) que lo planteado es un sueño guajiro, una fantasía, una quimera. Porque la coalición que hoy gobierna a México se encuentra muy lejos de ser democrática. Veremos, pues.
Profesor de la UNAM