Desmantelando pieza por pieza el sistema electoral, el gobierno, Morena y sus aliados continúan su labor tendiente a subordinar a las autoridades en la materia. No les importa que en el trayecto se pierda la confianza que de manera paulatina se construyó.
Ahora, en el Senado se aprobó en comisiones que la consejera presidenta del INE pueda nombrar directamente a los directores ejecutivos y responsables de unidades técnicas sin necesidad de presentar esas candidaturas ante el Consejo General, que requiere de una mayoría calificada de votos para convalidar dichos nombramientos. Además, se transfieren facultades del Consejo a la Junta General Ejecutiva.
El IFE se construyó en 1990 luego de la oceánica crisis de confianza que generaron las elecciones de 1988. Se entendió que era imprescindible una operación reformadora mayor para recuperarla. Y que ello solo sería posible con una autoridad imparcial. Centrémonos solo en los órganos superiores de dirección y ejecutivo del Instituto.
El Consejo General no podía repetir la experiencia de la Comisión Federal Electoral, en la que un partido, el PRI, tenía por sí mismo más votos que los del resto de los partidos y los representantes del Legislativo y el Ejecutivo (que por cierto eran del PRI).
Por eso se diseñó un cuerpo colegiado con equilibrios diversos que entre 1990 y 1996 fue afinando su composición para ofrecer garantías de imparcialidad a todos. Al inicio el Consejo era presidido por el secretario de Gobernación. En 1996 se decidió excluir al gobierno de la organización electoral para subrayar la necesaria autonomía del Instituto. En su origen en el Consejo estaban representados dos legisladores por cada Cámara, uno de la mayoría y otro de la primera minoría con voz y voto, luego todas las bancadas igualaron su representación y al final se les canceló el voto. Algo similar sucedió con los representantes de los partidos. Al inicio había una representación según su votación, luego todos contaron con un voto y hoy tienen voz, pero no voto. La innovación mayor fue la de los consejeros magistrados, en aquel entonces propuestos por el presidente y aprobados por la Cámara de Diputados por mayoría calificada. Esos consejeros se transformaron en consejeros ciudadanos y en su nombramiento ya no intervino el presidente. Luego se convirtieron en consejeros electorales y son los únicos con voz y voto. Se les supone no alineados a ningún partido.
Todas esas barrocas operaciones tenían un objetivo esencial: búsqueda de imparcialidad y de esa forma construir confianza en el método que permite la competencia civilizada de la diversidad.
Junto al Consejo General existe una Junta General Ejecutiva integrada, al inicio, por el director ejecutivo y el secretario del Consejo y los directores responsables de las diferentes áreas. Estos últimos eran nombrados por el director general. Se trata de la cabeza del servicio profesional que todos los días realiza las tareas sustantivas del Instituto. Y dado que los partidos opositores mantenían una cierta desconfianza hacia esos funcionarios, en 1993, intentando que ellos también irradiaran imparcialidad y confianza se estableció que los directores ejecutivos serían nombrados por votación calificada en el Consejo General.
Lo que ahora pretende la coalición gobernante es volverle a otorgar ese poder, sin mediaciones, a la presidenta del Consejo, que por cierto no ha mostrado demasiada independencia en relación con el gobierno.
Construir confianza es un proceso lento y en ocasiones tortuoso, destruirla es sencillo.
Profesor de la UNAM