La siguiente nota es apenas una glosa del sugerente e ilustrativo texto de José Carreño Carlón publicado en estas mismas páginas el 12 de febrero.

La soberanía ha vuelto al centro de los discursos políticos. Y no podía ser de otra manera. La agresividad, amenazas y políticas del presidente Trump obligan a reivindicarla. México, en efecto, es un país soberano. Ni colonia ni anexo de otro. O por lo menos eso queremos la inmensa mayoría.

Dice la Constitución: “la soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo...” (art. 39). “El pueblo ejerce su soberanía por medio de los poderes de la Unión… y por los de los Estados, en lo que toca a sus regímenes interiores…” (art. 41). Es decir, aunque la soberanía reside, en su origen, en el pueblo, ese gentío informe y diferenciado, está obligado a delegar en los poderes constitucionales legalmente establecidos la defensa de la soberanía que en principio no es más que el ejercicio de la autoridad en un territorio determinado.

En su acepción moderna, nos dice Nicola Matteucci, la soberanía es “para realizar en una sola instancia el monopolio de la fuerza en un determinado territorio y por sobre una determinada población, y para realizar en el estado la máxima unidad y cohesión política”. Se trata de ejecutar una tarea estratégica: “garantizar la paz”. (Diccionario de política).

Así que como apunta Carreño Carlón, la soberanía se puede erosionar e incluso perder tanto por embates externos como internos. En nuestro caso, los amagos de Trump tienden a deteriorarla, quisiera convertir a nuestro país en su sirviente; pero si la soberanía también supone “el monopolio de la fuerza en un determinado territorio” para “garantizar la paz”, debemos reconocer que en México se encuentran algunos territorios dominados por bandas delincuenciales que han puesto en jaque la soberanía. Y por desgracia esos dos fenómenos parecen retroalimentarse.

Escribió Carreño: “El régimen se encuentra a dos fuegos. El primero en el tiempo, el de los cárteles, que socavan la soberanía interior al despojar al estado del control de buena parte del territorio nacional e imponer en ellos su ley… esa situación alienta el siguiente fuego, el de Trump y sus secuaces. De hecho, les sirve para justificar sus aprestos de incursión militar…”.

Y si ese diagnóstico no se encuentra demasiado desencaminado, como lo pienso, entonces, una política para recuperar la soberanía interior es necesaria para construir un cierto estado de paz y atajar los intentos por deteriorarla desde el exterior. Si la soberanía moderna supone que el Estado tiene el monopolio de la fuerza (en el marco de la ley) parece claro que, desde hace algunos años, en ciertas zonas, la delincuencia no solo ha debilitado ese monopolio, sino que ejerce una fuerza paramilitar ilegítima, controla actividades, extorsiona a personas y empresas, y en el extremo subordina a las instituciones estatales a su poder. La soberanía del Estado es retada.

También se sabe que a estas alturas del siglo XXI no existen soberanías estatales absolutas. Un mundo de naciones cada vez más interrelacionadas impone a través de pactos multinacionales, acuerdos entre países, flujos comerciales y migratorios, compromisos que acotan los márgenes de libertad de los estados. Y para ser un actor confiable en eso que algunos llaman el tablero internacional, México también tiene la obligación y la necesidad de recuperar la capacidad soberana del Estado en todo el territorio nacional.

Profesor de la UNAM

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