Hace años le leí a Gilberto Guevara un balance de la cauda del movimiento estudiantil de 1968. Lo evoco de memoria y los sesgos serán míos. Después de ponderar el impacto democratizador de aquella movilización masiva contra el autoritarismo, apuntaba algunas derivaciones perversas.

Las asambleas en las escuelas habían sido el punto de reunión de los estudiantes para deliberar. Muchos aprendieron en ellas a escuchar, argumentar, ponderar, decidir. Fueron escuelas de democracia. De ellas salían electos los representantes al Consejo Nacional de Huelga y volvían a ellas para explicar las decisiones del máximo órgano de dirección. Luego de la brutal represión, las asambleas se fueron convirtiendo paulatinamente en espacio de recreación de pequeños grupos de activistas cada vez más divorciados del resto de los estudiantes. Surgieron los llamados Comités de Lucha, cofradías cerradas, autorreferentes, que agrupaban a unos cuantos estudiantes, pero que se sentían la encarnación del alumnado. Llamaban a la realización de asambleas que funcionaban bajo su capricho. Establecían hora y lugar, orden del día, agregaban sobre la marcha asuntos, no requerían de ningún quorum, maniobraban en todos sentidos y acabaron por expulsar de ellas a la inmensa mayoría de los estudiantes. Era su voluntad la que mandaba sin reglas ni contención. Se les acabó conociendo como los Vándalos. No había más pauta que la suya, los otros eran inexistentes y su mandato era soberano. Aquella legitimidad y respeto que irradiaron los dirigentes del 68 acabó no solo siendo dilapidada, sino se convirtió en repudio hacia esos grupúsculos (aunque a ellos poco importaba).

Al ver la forma en que se comporta el actual gobierno y el legislativo me los recordaron. Por supuesto, quienes hoy ocupan los principales espacios estatales llegaron ahí con la legitimidad que otorgan las elecciones (aunque en la Cámara de Diputados la mayoría calificada del oficialismo no se corresponde con la votación obtenida y se construyó contra la Constitución), pero su práctica me recordó a la de aquellos vándalos porque se sienten con la autoridad para hacer su santa voluntad sin reparar en procedimientos ni límites. Actúan de manera atrabiliaria a nombre del pueblo y creen que eso les autoriza a no tomar en cuenta a los otros, como si las reglas que modelan la coexistencia de la diversidad les fueran no solo extrañas sino ajenas.

La forma en que se procesó la reforma constitucional del Poder Judicial y luego la que impide revisar las decisiones del Congreso son un ejemplo digno de libro de texto del autoritarismo. En la primera, la nueva legislatura heredó dictámenes de la anterior y ni siquiera se tomó la molestia de realizar una nueva dictaminación (una lectura y evaluación propia). En ambas las iniciativas llegaron y se aprobaron en fast track. No hubo debate en el pleno y ni pensar siquiera en sesiones de parlamento abierto. Los congresos locales, dominados por Morena y aliados, emprendieron una loca carrera para demostrar cuál de ellos era más servil y, en menos de 24 horas, la mayoría levantó la mano sin siquiera leer lo que estaban aprobados. No parecían legisladores sino integrantes de una milicia en donde uno ordena y los otros acatan.

Se está instalando una rutina abusiva y antidemocrática. La de una mayoría calificada hechiza que no respeta procedimientos, reglas, límites y que incluso no se respeta a sí misma. Se arrasa como si de verdad México fuera un país de unanimidades.

Profesor de la UNAM

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