Más allá del litigio central en torno a la asignación de los diputados plurinominales, más allá de la lectura parcial, literal y chapucera que la coalición gobernante hace de la Constitución, dos asuntos me llaman la atención. Son los nuevos discursos del gobierno y sus partidos en relación a la idea de la representación y al rol y status de las autoridades electorales.

1. A lo largo de las últimas décadas fue la izquierda la fuerza política que con más énfasis argumentó a favor de la representación proporcional, es decir, que el porcentaje de votos se tradujera lo más exacto posible en porcentaje de representantes. Si un partido o coalición obtenían el 30% de los votos deberían tener el 30% de los representantes y así. Fueron otros, destacadamente el PRI, quienes se opusieron a esa pretensión.

Pues bien, ahora el gobierno, Morena y comentaristas que giran en su órbita, no sólo están argumentando —truculentamente— que la Constitución los legitima para tener un porcentaje de legisladores muy por encima de su porcentaje de votos, sino que se han deslizado hasta sostener que eso es justo. Y ojo, hay una diferencia marcada entre argumentar que la norma autoriza eso y decir que así debe ser. Ese nuevo deber ser se opone frontalmente a la tradición de esa misma corriente política.

Me pregunto si los más veteranos en las filas de la coalición gobernante han renegado ya de la pretensión, enarbolada durante décadas, de que los votos tengan una traducción exacta en curules.

El actual gobierno y sus aliados han convertido todo en instrumental. Venga lo que convenga y punto y aparte. Han metido en un cajón principios y reivindicaciones añejas y por ello no pueden pensar en ese conjunto contradictorio al que llamamos sociedad, solo defienden sus intereses inmediatos y nublan el horizonte.

Mientras eran parte de la oposición, las minorías debían tener una representación en proporción a sus votos, ahora en el gobierno merecen estar subrrepresentadas. En la oposición, la idea de que todos los votos deben tener el mismo peso a la hora de traducirse en representantes, ahora, la noción de que “nuestros” votos merecen más representantes. Dan pena.

2. En el proceso de transición democrática fue necesario construir autoridades electorales autónomas, no alineadas al gobierno ni a ninguna fuerza política. Era una necesidad para ofrecer garantías de imparcialidad. Y en 1996 eso se hizo realidad. El gobierno salió del instituto encargado de organizar las elecciones federales (IFE), y los gobiernos locales también abandonaron los institutos estatales. Todas las fuerzas políticas estuvieron de acuerdo. Y honra al PRI, que entonces estaba en el gobierno y tenía mayoría de legisladores, esa medida que ha coadyuvado a contar con elecciones legítimas.

Pues bien, el actual gobierno, sin tener facultades para ello, está interfiriendo, casi todos los días, en un tema crucial que compete solamente a las autoridades electorales. La secretaria de Gobernación y el presidente se empeñan en cacarear que su coalición tiene y debe tener una sobre representación inédita: ofrecen su propia interpretación de las normas y establecen las proporciones con las que cada partido debe contar. Es a todas luces una usurpación de funciones, pero sobre todo una presión ni siquiera disfrazada sobre el INE y el Tribunal. Requirieron de la autonomía para ganar y ser gobierno. Hoy desde el gobierno la desprecian y erosionan. Quieren colonizar esas instituciones o de plano alinearlas.

Profesor de la UNAM

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