De cara a la eventual reforma electoral quizá la pregunta primera y más pertinente sea: ¿Qué se busca con ella? Más allá de ocurrencias, ajustes, ganas de refundarlo todo, la cuestión que debe ser contestada es: ¿Qué se quiere? Y en ese terreno el país tiene experiencia. Trato de explicarme con tres ejemplos mayores.
En 1976-1977 se planteó con claridad la necesidad de abrir la puerta a corrientes políticas que hasta entonces se encontraban marginadas del mundo electoral y al mismo tiempo remodelar la fórmula de integración de la Cámara de Diputados para fortalecer la presencia de las minorías. Era necesario porque entre la vida política y social y las elecciones no existían suficientes puentes de comunicación, y mientras, en universidades, el campo, los sindicatos, se reproducían conflictos sin fin. Incluso fueron los tiempos de grupos guerrilleros urbanos y rurales que postularon que las vías del quehacer político pacífico estaban clausuradas.
La reforma de 1989-90 tuvo como objetivo recuperar la confianza en las elecciones, luego de la profunda crisis que estalló por la forma inescrupulosa con la que se habían “contado” los votos de la elección presidencial de 1988. Fue necesario construir nuevas instituciones desde cero (el IFE y el Trife) porque se entendió que México no podía acudir a unos nuevos comicios con las instituciones que habían colapsado en las elecciones del 88.
En 1996, luego de los comicios de 1994, en las cuales se habían contado bien los votos y no hubo litigio postelectoral, surgió una nueva exigencia: las elecciones debían transcurrir en unas condiciones de la competencia medianamente equitativas. Sin ese requisito resultaba imposible hablar de elecciones justas. Por ello, con dos palancas sumamente poderosas, el financiamiento público y el acceso de los partidos a la radio y la televisión se pudieron edificar condiciones para una genuina competencia.
El acicate de esas reformas fueron las exigencias de las oposiciones y por ello pueden considerarse como eslabones de un proceso democratizador.
¿Qué se quiere ahora? Si nos basamos en los proyectos que presentó el expresidente López Obrador, una auténtica regresión autoritaria. Y de lo que la presidenta y su comisión han dicho tampoco queda claro lo que se pretende. Así que propongo los siguientes objetivos mínimos:
1. Que los votos se traduzcan de manera exacta en escaños. La última experiencia que hizo que una coalición con el 54% de los votos terminara con el 74% de los diputados no puede repetirse, porque vulnera uno de los pilares de cualquier sistema democrático: que las diferentes corrientes políticas tengan una representación en proporción a su fuerza electoral.
2. Que las autoridades electorales (institutos y tribunales) no sólo sean por ley autónomas, sino que en la elección de consejeros y magistrados la ley obligue al mayor acuerdo posible entre las fuerzas políticas, única manera de recuperar la confianza deteriorada.
3. Que se fortalezcan los servicios civiles de carrera en las instituciones electorales. Fórmula necesaria para que la lealdad de esos funcionarios —estratégicos en materia comicial— se deposite en sus respectivas instituciones, condición indispensable para que su crédito se expanda hacia todos los ámbitos del espectro político.
Diferentes voces ampliarán la lista. Pero la pregunta clave es y debe ser: ¿para qué la reforma? ¿para fortalecer la democracia y el pluralismo o para consolidar el autoritarismo?
Profesor de la UNAM