Nos estamos acostumbrando, como sociedad, a lo que no debemos acostumbrarnos. Estamos permitiendo lo que debería estar vedado. Nuestra convivencia se está degradando porque una serie de ultrajes reiterados empiezan a ser vistos como naturales o imposibles de atajar. Las personas, o muchas personas, se acostumbran a todo o casi todo. Ejemplos históricos sobran. La vida continúa incluso en las peores circunstancias y la gente, o mucha gente, se refugia en la vida privada, “en sus cosas”.
Todos lo sabemos: hay cambios o momentos espectaculares que logran una gran atención pública. Son visibles, identificables e incluso pueden ser fechados. Unas elecciones que modifican gobiernos y correlación de fuerzas en el Legislativo; una reforma constitucional que ofrece un giro de 180 grados; el triunfo de la selección de futbol en las Olimpiadas de Londres en 2012; por no hablar de golpes de Estado, asonadas, revoluciones, asesinatos de personas significativas. Todos ellos son sucesos identificables, perceptibles.
Existen, sin embargo, otros cambios. Menos visibles, pero profundos. Modificaciones que se producen sin espectacularidad, casi sin llamar la atención y que pueden ser tan hondos como los primeros, tan trascendentes como aquellos. También pueden ser devastadores.
Tengo la impresión (y me gustaría estar equivocado) que, en los últimos años, como sociedad, hemos empezado, a normalizar comportamientos, lenguajes y fórmulas de relación que hace algunos años nos hubieran parecido inadmisibles. Normalizar, es decir, a ver como algo natural, común y corriente, incluso rutinario, lo que debiera ser un escándalo. Son cambios sin realce pero que están erosionando la vida en común. Están regularizando, haciendo pasar como aceptables, conductas que debieran ser repudiadas.
Cuando el presidente ataca, con absoluta alevosía y ventaja a personas y agrupaciones que no se alinean a su caprichosa voluntad; cuando es incapaz de distinguir entre el mensaje y el mensajero, porque al agredir y descalificar al segundo hace invisible al primero; cuando interviene una y otra vez en las contiendas electorales a pesar de que la legislación se lo prohíbe; cuando ante evidencias invoca “otros datos” que nadie conoce; cuando se miente sin rubor en el entendido que cada quien creerá lo que quiera creer; y súmele usted, estamos ante una normalización paulatina de conductas que deberían ser repudiadas si es que deseamos una convivencia medianamente civilizada.
Pero se han empezado también a normalizar prácticas que yo llamaría de un segundo nivel de desvergüenza, que no pasan desapercibidas, pero que igual acaban por “normalizarse”. En los últimos días, se han aprobado en las Cámaras del Congreso y en los congresos locales reformas constitucionales en un solo día, sin análisis y discusión; algunos tribunales electorales actúan como si la Constitución y la ley no existieran y resuelven siguiendo indicaciones gubernamentales; se distorsiona el sentido de la representación en el Congreso construyendo mayorías calificadas que de ninguna manera son el reflejo de la voluntad de los electores; y sígale usted.
Quizá esa será la herencia más profunda de la administración saliente. Y si así es, en efecto, estaremos ante un nuevo México: más atropellado, intolerante, primitivo, un país en el cual la ley es solo una referencia lejana y la arbitrariedad una forma de ser cotidiana. Y conste: todo puede normalizarse.
Profesor de la UNAM