El 28 de septiembre, Día de Acción Global por un aborto legal y seguro, se llevaron a cabo diferentes marchas. La agenda feminista no es solo pertinente sino necesaria si es que queremos construir una convivencia medianamente armónica: cese a la violencia de todo tipo contra ellas, vigencia real de los derechos reproductivos (incluida la interrupción del embarazo durante las primeras semanas de gestación), trato laboral igual, no discriminación. Se trata de reivindicaciones que se han abierto paso teniendo como catapulta las movilizaciones, planteamientos, iniciativas de muy diversos grupos feministas.
Hay, sin embargo, un tema alarmante sobre el que por lo menos retóricamente existe consenso: no a la violencia física y psicológica. No al acoso, los maltratos, las denigraciones y por supuesto no a los golpes, las violaciones, los feminicidios. El problema es que tras ese acuerdo enunciativo (¿quién sería capaz de decir lo contrario?), todos los días se vive, en los diversos estratos sociales y regiones del país, una realidad distinta.
A nadie debería extrañar entonces la movilización de miles y miles de mujeres que exigen un alto radical a la violencia. Nadie en su sano juicio puede salir a defender prácticas que destrozan vidas y cercenan biografías. Creo que a esas reivindicaciones las rodea un halo de solidaridad difusa pero auténtica, una simpatía que se expresa de muy diferentes maneras.
Quiero pensar que una apabullante mayoría acompaña el deseo de una sociedad sin violencia machista, sin agravios ni intimidaciones hacia las mujeres y a favor de un trato igualitario.
Si lo anterior es verdad, entonces resulta una triste y peligrosa paradoja que grupos minoritarios crean que la forma de expresar repudio a la violencia contra las mujeres sea desatando la violencia durante las manifestaciones feministas. Hay que repetirlo: se repudia la violencia contra las mujeres porque arruina (en español de México, jode) la vida. Bueno, pues la violencia de los supuestos grupos anarquistas jode la vida de otros. Lo que hemos presenciado en distintas manifestaciones es una violencia preparada, organizada, que estalla contra establecimientos comerciales, el bastimento público y lo más preocupante contra policías que solo observan.
(Las opciones para las autoridades no son sencillas: imagino que han decidido aguantar las agresiones sin respuesta para no alimentar la escalada de violencia y porque saben que si dan la orden de responder es muy posible que las policías se excedan. Pero la impunidad de la que han gozado los grupos de agresoras alimenta la impunidad que a su vez nutre el furor destructivo de esos colectivos).
Esas explosiones de violencia además tienen un efecto disuasivo que inhibe a muchas mujeres de participar en las marchas, confunde a muchos simpatizantes de las reivindicaciones feministas al proyectar la imagen distorsionada de una movilización destructiva e irracional, y da la impresión de que lo que buscan es el endurecimiento gubernamental.
No se debe (porque al parecer sí se puede) exigir la cancelación de la violencia en las relaciones humanas, desatando la violencia. Es imprescindible escindir la muy relevante agenda feminista de las fórmulas de expresión que la desnaturalizan. La primera (la agenda) seguirá avanzando porque es una auténtica necesidad social compartida por millones. La segunda, encarnada en unos cuantos, debe ser repudiada por el bien de todos.