Las marchas y expresiones en torno al 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, vuelven a poner en el centro de la atención pública a uno de los movimientos (multiforme, diverso) más potentes de las últimas décadas y que viene remodelando las relaciones interpersonales y los espacios públicos y privados. El feminismo o los feminismos están colocando su impronta en prácticamente todos los renglones de la vida en común.
Sus avances son incontrovertibles. Bastaría volver los ojos a la matricula universitaria hace 50 años y compararla con la de hoy, evaluar la presencia femenina en el mercado laboral, los cambios en los “usos y costumbres” sexuales (acicateados por las fórmulas anticonceptivas), el porcentaje de las mujeres en los espacios de representación política o los valores que se reproducen en los grandes medios de comunicación (de Sara García o Libertad Lamarque —obedientes, abnegadas, sufrientes— a las mujeres que aparecen en el cine de hoy), para constatar profundos cambios que edifican relaciones más igualitarias que las de ayer.
Por supuesto, no en todas las regiones ni en todos los estratos de la sociedad con la misma fuerza, pero en demasiados casos estamos muy lejos de aquel destino implacable, denunciado por Simone de Beauvoir (1949), de la mujer casada: “su marido resume para ella la colectividad humana, y el hijo, que le da bajo una forma resumida todo el porvenir”. (El segundo sexo). Esa sigue siendo la desembocadura de la vida para muchas, pero muchas más han trascendido el encierro hogareño y están presentes en prácticamente todas las actividades sociales.
Pero, se sabe, no existen estaciones terminales en los procesos sociales. Las desigualdades se mantienen, la discriminación laboral también, los estereotipos discriminatorios se reproducen a diario, pero cada vez más erosionados y en diferentes espacios ya son repudiados. No es cierto que nada ha cambiado. Pero falta mucho.
Hay, sin embargo, un triste consenso (por lo menos retórico, porque nadie la defiende en público) en que una nube negra acompaña la vida de millones de mujeres: la violencia. Y lo que resulta más irritante es que buena parte de ella se reproduce y alimenta en el espacio que supuestamente debe ser lo contrario de la misma: el hogar. En un país desolado por la violencia y la inseguridad la vida se ha vuelto vacilante y cargada de miedo en no pocos territorios. Ello afecta a todos: hombres y mujeres, viejos y jóvenes, si se quiere no por igual, pero impacta a todos incluso en su subjetividad, en su forma temerosa de vivir la vida. Pero la violencia “hogareña” que se ejerce sobre mujeres por parte de padres, parejas, abuelos, tíos, etc., y que convierte el supuesto refugio seguro que es el hogar en una pesadilla cotidiana, es una de las taras inexcusables a remover para hoy y mañana si no se quiere seguir destruyendo vidas.
La violencia fractura biografías, deja marcas perdurables, pretende sumisión y obediencia y genera rencor en ocasiones silencioso y perdurable. Es injustificable y punto. Y no debe ser excusada (porque nunca falta quien encuentre “razones” para esa cobarde agresión). Por lo mismo aflige que en las muy importantes, pertinentes y civilizadas marchas feministas, pequeños grupos pretendan legitimar la violencia como una forma de expresión política. Ni en los espacios privados ni en los públicos la violencia debería tener cabida. Por lo que es y representa, por lo que destruye y por lo que impide.