Acicateado por una curiosidad malsana me acerqué a la casilla donde he votado a lo largo de los años. Creí que lo abigarrado de las boletas podían generar una cierta fila de electores. Era la 1.50 y solo vi a unos funcionarios de casilla heroicos y aburridos y a una ciudadana votando. La casilla estaba más sola que el estadio Azteca cuando ahí jugaba el Necaxa.
Lo que mal empieza, dice la conseja popular, peor termina. Y se cumple de manera cabal con la mal llamada reforma judicial. Desde la intención se pudo vislumbrar el desenlace. Se trató, por la voluntad del expresidente, avalada por la actual presidenta, de deshacerse de un Poder Judicial independiente para edificar otro alineado a la voluntad del Ejecutivo. Pero, además, con un método impertinente que coloca a los nuevos jueces, magistrados y ministros en la órbita de la política, porque si quieren que sus candidaturas prosperen tienen que “auxiliarse” de los “buenos oficios” de los grupos y/o partidos que les puedan “acercar” los votos suficientes.
Desde la forma en que se aprobó la reforma, pasando por el recurso utilizado para que la Corte no la declarara inconstitucional, hasta el procedimiento electoral, todo anunciaba que el desenlace sería el que hemos observado: unas elecciones en las cuales el ciudadano carece de los instrumentos para identificar a los candidatos y en su “auxilio” concurre el gobierno, Morena y sus tentáculos. Dadas las listas de candidatos desconocidos, sin signos de identidad, era de esperarse que los grupos políticos organizados (preferentemente el gobierno y sus partidos), incidieran en el proceso con sus “acordeones”. A diferencia de las elecciones en las que participan partidos, en esta ocasión no existió ni podía existir esa identificación (o por lo menos reconocimiento) con esos grandes agregadores de intereses que sirven de “atajo cognitivo” para los electores.
Ante la apatía o rechazo al truculento expediente electoral, a una fórmula que ni se entendía ni se apreciaba, el aparato estatal fue puesto a funcionar. Miles de jóvenes (y no tanto) visitaron casa por casa no solo explicando cómo se debía votar, sino por quién. Hace muchos años no se veía un despliegue de recursos tal. La consigna era incrementar el número de participantes ante unas elecciones que resultaban incomprensibles para la gran mayoría.
Y aún falta más. Cuando los nuevos jueces, magistrados y ministros den muestras de su deficiente capacitación los afectados serán todos aquellos que estén envueltos en un litigio judicial. Y cuando la Corte devele que no es más que un peón de la fuerza política mayoritaria, y sea incapaz de corregirle la página, entonces sí, apreciaremos con toda su crudeza lo que significa haber abolido la división de poderes y a uno de los contrapesos institucionales del Ejecutivo. Ciertamente lo vivimos en el pasado. Pero en las últimas décadas se venía abriendo paso una aspiración de generaciones: la de que el poder político no se encontrara concentrado y que el diseño constitucional fuera realidad.
El porcentaje de votación no podía ser más bajo. El INE informó que la participación fluctuó entre el 12.57 y 13.32%. A los que les gusta llenarse la boca de “pueblo”, tendrán que reconocer que el pueblo no compareció; le dio la espalda a ese ejercicio espurio.
Triste jornada la del domingo. Pero más triste lo que significa: la drástica reversa a un proceso democratizador que con altibajos venía abriéndose paso desde hace casi 50 años.
José Woldenberg
Profesor de la UNAM
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