Leonardo Padura ha escrito una historia personal de La Habana. El hábitat en donde ha transcurrido su vida y que abarca desde los años cincuenta hasta el presente. Un recuento que pasa por diferentes etapas: desde la ciudad antes de la Revolución, el impacto primero de esa revuelta triunfante, la radicalización y endurecimiento de la misma, la clausura de espacios culturales (en el sentido más amplio del término), la estatización de la vida social, hasta el “período especial en tiempos de paz” y su secuela que han degradado no sólo el espacio físico sino la convivencia de su gente (Ir a La Habana. Tusquets. 2024).

Es un relato personal, quizá intransferible, pero elocuente de lo que ha vivido una generación. De la esperanza al desencanto. Este último puede rastrearse en la historia de una ciudad a la que Padura pinta con amor, comprensión y “ajenidad”. Es la ciudad, escribe, “en la que nací y vivo, escribo y padezco, el sitio del mundo al que pertenezco, como una bendición y una fatalidad”.

Padura nació en el barrio de Mantilla en el que está más que afincado hasta la fecha. Desde ahí, cuando con sus padres se dirigían al centro, decían que iban a La Habana, que a fines de los 50 era una “gran metrópoli”, y que junto con la “dura represión política y galopante corrupción institucional”, ejercía una fascinación: “todo era atractivo, magnético, prometedor de placeres y quiero creer que verdaderamente hermoso”.

El cambio político impactó la vida toda, y uno en espacial modificó usos y costumbres: “el inicio de una polarización entre afectos y desafectos al sistema… hasta encallarse y emponzoñarse, provocando una división lacerante y hasta agresiva entre las personas, sus ideas o decisiones”. La llamada ofensiva revolucionaria apagó, dice Padura, “muchas de las luces de la ciudad”. Decretar el fin de toda actividad productiva o comercial privada, significó el cierre o la intervención de “restaurantes, fondas, cafeterías, barberías, tiendas, talleres mecánicos…” que ahogó la vitalidad de la ciudad. La peregrina idea de que el Estado podía y puede gestionar toda la vida económica, y que las actividades privadas por definición están reñidas con el interés de la mayoría, fue el inicio de la decadencia de la ciudad.

El espacio urbano se transformó, los barrios se desfiguraron, los edificios sufrieron un deterioro permanente, al mismo tiempo que se desataba una “encarnizada represión cultural” y se fijaban “infinitas censuras artísticas y morales”. Se reescribió la historia y el paisaje de la ciudad de manera consistente se transformó hasta hacerse irreconocible. Un sentimiento de “ajenitud”, dice Padura, lo acabó inundando.

La devastadora crisis de la década de los noventa, cuando Cuba queda huérfana de los subsidios del bloque soviético, profundiza el deterioro. “La falta de recursos para satisfacer cualquier necesidad material imaginable… oscureció y paralizó la capital, por la que dejaron de transitar vehículos…” En ese contexto nace su personaje Mario Conde y en sus correrías aparecen “las ruinas circundantes físicas y humanas”. Se trata, dice Padura, no solo de una decadencia física de la ciudad, sino también “espiritual, incluso ideológica y moral”.

La remembranza/ensayo de Padura, realizado desde el conocimiento y el apego a su ciudad, desde su profundo arraigo y cariño, deja un sabor amargo. Pero es (creo) también una alerta de lo que puede generar un monólogo impermeable a la diversidad de la vida y sus múltiples expresiones.

Profesor de la UNAM

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.