Escucho en la radio un anuncio de la CNDH. Expone más o menos lo siguiente (no lo apunté): “Dicen que la Comisión Nacional de los Derechos Humanos no sirve para nada. En efecto. Pero eso era antes, hasta que nosotros llegamos. Ahora…”.
Se necesita desvergüenza para clamar que la historia venturosa empieza con ellos. Desvergüenza asentada en el desconocimiento o mejor dicho en las ansias por reescribir la historia. Ahora resulta que la CNDH más subordinada al gobierno, la que no se atreve a molestarlo ni con el pétalo de una rosa, es superior a las anteriores. Ya Orwell alertaba sobre cómo los regímenes totalitarios inventan una historia a la que utilizan como lubricante de su legitimidad. En su famosa distopía se decía: “Quien controla el pasado controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado” (1984).
Pero ese desplante no es nada comparado con las declaraciones de nuestra presidenta el 24 de enero. Ahora resulta, según ella, que Zedillo negoció “a cambio del préstamo de 40 mil millones de dólares para sortear la crisis de 94” que “el PRI entregara la Presidencia”. Eso lo retoma del libro del entonces candidato del PRI a la Presidencia, Francisco Labastida, La duda sistemática (2024).
La versión es una tontería… pero con intención: reescribir la historia en código conspirativo y proclamar que a diferencia del pasado con ellos se inaugura una era luminosa. Lo más triste es que con ese tipo de versiones ellos mismos niegan parte de su historia, y lo más preocupante es que no faltará quien lo crea.
Para explicar la alternancia en la Presidencia en el año 2000 como un pacto entre los Estados Unidos y el presidente es necesario borrar la historia: la participación de más de 37 millones de electores, la votación diferenciada en aquel año, las intensas campañas desplegadas por los candidatos, el financiamiento público legal que permitió equilibrar las condiciones de la competencia, el comportamiento más o menos equitativo de los medios en la cobertura de los recorridos de los candidatos, aquel debate televisivo en el que Fox despegó, la participación de más de 450 mil ciudadanos —sorteados y capacitados— que fueron funcionarios de casilla e hicieron el primer cómputo de los votos, la vigilancia de miles de observadores electorales (tanto nacionales como extranjeros), el hartazgo entre franjas relevantes de ciudadanos con los gobiernos del PRI, la larga y sinuosa marcha electoral del PAN, las seis reformas electorales previas que construyeron autoridades imparciales y condiciones de la competencia equitativas (en las dos últimas el PRD, entonces partido de la hoy presidenta, tuvo una participación destacada y las aprobó), las recurrentes elecciones previas que ya habían producido fenómenos de alternancia en municipios y gubernaturas, el fortalecimiento progresivo de los partidos opositores, la existencia de un padrón confiable sin “rasurados ni fantasmas”, el paulatino asentamiento de la coexistencia de la pluralidad, toda la parafernalia edificada para evitar el maquillaje de los resultados y no le sigo.
Reducir una de las desembocaduras del complicado, serpenteante y venturoso proceso democratizador a un pacto, es hacerle un flaco favor a la comprensión de nuestra historia e incluso de su propia historia. Ese afán puede acabar cincelando un relato infantilizado, simplificado, bueno para aceitar el cotorreo en las mesas, pero incapaz de acercarse siquiera a algunas de las auténticas claves de los procesos políticos.
Profesor de la UNAM