Con esto de las identidades cada vez vamos más lejos. Y no para bien. Déjenme empezar con un ejemplo: No hay duda de que la nacionalidad es uno de los marcadores de identidad más socorridos. ¿Qué tenemos los mexicanos en común? Que nacimos en el país u obtuvimos la nacionalidad. ¿Qué más? Podríamos decir que la inmensa mayoría, además, son católicos. En efecto, pero varios millones no lo somos. ¿Qué más? Si alguien empieza a hablar de los mexicanos y les aplica una serie de calificativos denigratorios (flojos, violentos, tontos, corruptos) huya de él como de la plaga, se encuentra frente a un racista. Y si otro, por el contrario, solo expresa fórmulas laudatorias (solidarios, trabajadores, inteligentes, honrados), también córrale, porque está frente a un demagogo que le quiere endulzar el oído. Es la fórmula invariable, cansina, pero al parecer efectiva, con la que no pocos políticos y cantantes halagan a su público: “Son ustedes los mejores” gritan desde el estrado, y la masa los retribuye con un alarido de agradecimiento.
Hay otros marcadores de identidad muy importantes: religiosos y sexuales, por ejemplo. Y si alguien habla de católicos o judíos o musulmanes, de heterosexuales u homosexuales, como si fueran bloques indiferenciados, y les aplica calificativos elogiosos u ofensivos, empezamos a estar en problemas. Todos sabemos o deberíamos saber que en esos grandes conjuntos hay de todo: buenos y malos, perspicaces y bobos, esforzados y huevones, íntegros y podridos. Los conjuntos humanos son así. Lo sabemos y constatamos todos los días, pero cierto facilismo (en principio inocente) nos induce a colocar características que nos parecen definitorias de ciertos grupos humanos. Lo preocupante es que existe suficiente evidencia histórica para asegurar que ese “juego” puede acarrear y acarrea consecuencias nefastas.
Si además reconocemos que ningún ser humano tiene solo una identidad, sino que es modelado por diversas adscripciones, apreciaremos de mejor manera la tontería (que puede llegar a ser criminal) de calificar a monumentales conjuntos humanos con calificativos genéricos. Una persona puede ser salvadoreño, protestante, heterosexual, médico, votante de la derecha, filatelista y sígale usted. Todas esas características (identidades) lo modelan, influyen en él, pero además tiene (o puede tener) la libertad de modificar alguna o algunas de ellas. Las identidades no sólo son múltiples y se conjugan, sino que pueden (algunas) ser cambiantes. Porque con unas nacemos y por otras se opta.
Toda la retahíla anterior viene al caso porque parecería que de repente el tema de la identidad se apodera del centro del debate público, y no es difícil prever sus funestas derivaciones. ¿Qué si Claudia Sheinbaum es judía y Xóchitl Gálvez indígena? Esas adscripciones, heredadas, por cierto, poco nos dicen de ambas precandidatas a la Presidencia; pero sus apoyadores y detractores, esos sí, se exhiben sin pudor. Unos ni siquiera pretenden esconder su antisemitismo y otros su racismo. Y habría que decir algo similar si de esos atributos no adquiridos sino de nacimiento, se hiciera apología. En todo caso hablamos de personas con identidades múltiples y combinadas (como todos), con “marcadores” diversos que las han convertido en lo que son. Nada más y nada menos. Y abrir la puerta a la deshonra o al panegírico por una “identidad” como si fuera total, absoluta y definitiva, conduce indefectiblemente a un tobogán de infamia.