Primero vimos cómo una mayoría de votos se convertía en una mayoría calificada de escaños, con un margen de diferencia como no había sucedido en México desde hace más de 70 años. Violando preceptos constitucionales y con la complicidad de las autoridades electorales, el 54% de los votos se convirtió en el 74% de los escaños en la Cámara de Diputados. Y cómo en la de Senadores la coalición oficial carecía de esa mayoría calificada y la construyó con chantajes y compras de legisladores a plena luz del día. Claro, porque nunca faltan quienes pueden ser chantajeados y comprados.
Después, esas mayorías artificiales y distorsionadoras del principio de representación se apresuraron a aprobar una contrarreforma judicial cuya pretensión es la de borrar del mapa al actual Poder Judicial para erigir uno nuevo, dócil a los mandatos del Ejecutivo. La aprobación apresurada, sin seguir las necesarias normas que regulan un procesamiento legítimo y su peligroso contenido, desató una tormenta de amparos y acciones de inconstitucionalidad.
Y ahora, para que la Corte no pueda revisar lo que en la materia realice el Legislativo, están inventando una nueva reforma que convertirá al Congreso en un poder omnímodo cuando de un cambio constitucional se trate. No habrá recurso alguno ni ante violaciones al procedimiento ni ante contenidos agraviantes. De prosperar la reforma, como todo parece indicarlo (ya la aprobó el Senado), ahora el artículo 105 de la Constitución dirá que “son improcedentes las controversias constitucionales o acciones de inconstitucionalidad que tengan por objeto controvertir las adiciones o reformas a esta Constitución”, y el 107 establecerá que “no procederá el juicio de amparo contra adiciones o reformas a la Constitución”. Si ello no fuera suficientemente escandaloso, en el transitorio cuarto se legisla de manera retroactiva para impedir que los recursos que están procesándose sigan su curso. Dice: “Los juicios, recursos y consultas en los que se haya cuestionado la validez de una adición o una reforma a esta Constitución, por su forma, procedimiento o fondo, y que a la fecha de entrada en vigor de este Decreto se encuentren en trámite, se sujetarán de manera directa a lo que este dispone, quedarán sin materia y serán sobreseídos”. Es decir, después de que esas mayorías calificadas hechizas y distorsionadoras de la voluntad popular decidan, no se podrá hacer nada. El Tribunal Constitucional estará impedido para revisarlas.
Como escribió en estas mismas páginas Lorenzo Córdova, “uno de los principios básicos en los que se funda toda democracia constitucional es que los poderes políticos del Estado, el Legislativo y el Ejecutivo… no pueden ser también los intérpretes últimos de la ley ni los responsables de decidir cuáles de sus acciones son legales o no”. Hoy, en México, estamos observando lo contrario: si alguna resolución judicial no gusta a la titular del Ejecutivo o a los jefes de los legisladores la desacatan, y ahora pretenden que la propia Constitución habilite al Legislativo como un poder cuyas resoluciones en materia de reformas constitucionales no puedan ser revisadas. Vuelvo a Córdova: “Pretender que hay actos de los poderes constituidos… que escapan al control del Poder Judicial, es tanto como sostener que hay poderes absolutos, y por ello incontrolables”.
De seguir las cosas por ese rumbo habremos transitado del esfuerzo por construir un Estado de derecho a un descarnado y temible Estado de hecho.
Profesor de la UNAM