El 1 de febrero Trump cumplió sus amenazas. 25% de aranceles a las exportaciones mexicanas. Argumentó que la medida era necesaria y señaló que el gobierno mexicano permitía el tráfico de drogas (“los cárteles mexicanos tienen una alianza intolerable con el gobierno de México”) y no frenaba la migración indocumentada hacia los Estados Unidos. Receta similar le aplicó ese mismo día a Canadá y China.
Su megalomanía, su unilateralismo (la ley del más fuerte) y su machismo político, son capaces de hacer un gran daño a enemigos, aliados, socios, adversarios, aunque al mismo tiempo cause perjuicio a su propio país. Porque eso sucederá con las medidas adoptadas. Poco le importó la existencia de un tratado comercial entre los tres países de Norteamérica, la presencia de canales para ventilar diferencias. Pasando por encima de ello ha convertido su voluntad en ley. Actúa como el matón que piensa que su fuerza debe producir obediencia instantánea.
México se encuentra en una situación delicada. La presidenta anunció que responderá a los aranceles con aranceles para las mercancías estadounidense, pero además le ha propuesto a Trump “establecer una mesa de trabajo con los mejores equipos de seguridad y salud pública de cada país”. “México no quiere confrontación. Partimos de la colaboración entre países vecinos”. Se alejó, con ello, de dos extremos resbaladizos e infructuosos: la estridencia patriotera por un lado o la sumisión indigna por el otro. Abrió la posibilidad de restablecer el diálogo y la negociación, aunque esas palabras no parecen estar presentes en el diccionario de su contraparte.
Hizo bien en recordarle a Trump que un buen número de las armas de los grupos delincuenciales provienen de Estados Unidos y que uno de los más grandes mercados de consumidores de droga se encuentra en aquel país. Es decir, que el problema de la producción, trasiego y consumo de drogas solo se puede atender de manera bilateral (e incluso incorporando a otros países).
Pero México, su gobierno y sociedad, tiene que asumir que nuestra credibilidad en la materia se deterioró, y mucho, en los últimos años. La política de “abrazos, no balazos” dio por lo menos la impresión de que el gobierno era tolerante (si no algo más), con los grupos de narcotraficantes. Estampas diversas se han reproducido en los últimos días (desde el saludo del presidente a la mamá del Chapo hasta la liberación de Ovidio), y gravitan en el imaginario público. Además, los presuntos lazos de colaboración entre diversos gobernadores y grupos criminales no se pueden desatender como si se tratara de simples murmullos intrascendentes y sin base alguna.
Las asimetrías entre Estados Unidos y México son abismales. Con buen tino el gobierno mexicano está proponiendo restablecer conductos de diálogo y acuerdo. Y ojalá ese llamado sea atendido. Porque las derivaciones de una política de fuerza, ciega a las necesidades y preocupaciones del otro, unilateral, puede acabar siendo perjudicial no solo para México sino también para los Estados Unidos. (Y ojalá ese resorte que se desea activar en nuestro socio comercial, el del bully que debe comprender las necesidades y las expectativas de sus socios, se impulsara también en las relaciones entre nosotros, donde el gobierno cree que los otros —partidos, asociaciones civiles, periodistas y sígale usted— deben tener una sola aptitud, la de la sumisión).
Domingo 2 de febrero, 22 horas.
Profesor de la UNAM