Millones de personas en todo el mundo se han convertido en los últimos años en exhibicionistas y mirones. Los teléfonos, que también sirven para comunicarse con otras personas, se han convertido en los instrumentos para que puedan mostrarse y/o fisgonear la vida de los otros.

Todos los días legiones de hombres y mujeres nos muestran lo que comen, los lugares en los que vacacionan, el vestuario que los cubre (o no), las reuniones con amigos, las fiestas familiares o las borracheras épicas, los cambios físicos que van experimentando sus retoños, el cariño que les dispensan a sus mascotas, las calles por donde transitan, los restaurantes de su preferencia y síganle ustedes. Y casi siempre con una sonrisa. Se exhiben e imagino que de esa manera se reafirman. No solo nos dicen que existen, sino que reclaman nuestra atención porque lo que hacen es digno de ser observado. No hay asunto o evento que no merezca una fotografía y de esa manera van dejando un denso, variado y ocioso testimonio de su existencia. Viven para exhibirse y por supuesto lo logran en diferentes medidas.

Pero ese alarde sería vano si en el otro extremo no existieran mirones. Otras legiones de personas que desean y ese deseo lo cumplen fisgoneando en las vidas de los otros. Se entusiasman o se burlan o se deprimen con la larga estela de imágenes de aquellos a los que “siguen” de manera sistemática. Llenan parte de sus vidas asomándose a lo que aquellos muestran. Se regodean como voyeurs que no requieren esconderse, dado que se trata de una actividad lícita que les permite observar la vida de los demás.

Por supuesto hay exhibicionistas que al mismo tiempo son mirones. Creo que son los más, de tal suerte que el círculo de quienes develan los episodios de su vida y de quienes los consumen se va multiplicando de manera geométrica. Unos observan a los otros y esos otros a su vez observan a esos unos. El llamado homo sapiens se transforma en homo exhibiré y homo mirón o como se diga en latín. Una nueva especie que vive para mostrarse sin rubor y para penetrar en la esfera privada de sus semejantes. Es más; lo que ayer se consideraba como un coto privado deja de serlo para transformarse en público.

Pero, oh, paradojas de la vida. Resulta que algunos de estos exhibicionistas son funcionarios públicos. Y además ostentosos. Exhiben sus relojes, autos, viajes, comilonas, vestuario; y resulta que no falta el mirón que hace cuentas y a su vez exhibe que esos lujos no pueden ser producto de sus ingresos. Y como dicen los dichos: “en el pecado llevan la penitencia” y “el gozo se va al pozo”.

Ahora bien, no se requiere ser exhibicionista para pasar por el trance anterior. Todo parece indicar que los mirones están en todas partes y que cargados de sus teléfonos que más bien son cámaras fotográficas encuentran y filman a aquellos que no quieren ser exhibidos. Los mirones se multiplican por doquier y aparecen en los lugares más recónditos o lejanos. Y cuando descubren a una “persona pública”, zas, la graban. Y luego la exhiben. Y luego el escarnio. Nadie está a salvo.

Somos una sociedad exhibicionista con millones de mirones, algunos de los cuales además son una especie de policías informales que atrapan una y otra vez a reales o supuestos infractores. Ahí están el tipo y la tipa abrazados en medio de un concierto… pero resulta que ambos estaban casados con otras personas. Como si la existencia debiera transcurrir en una vitrina para deleite de los millones de metiches.

Profesor de la UNAM

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