El problema número uno de México es la inexistencia del Estado en algunas zonas del país. Es, además, una ola expansiva, bajo la cual las bandas criminales se convierten en el poder real: secuestran, cobran derecho de piso, “imparten justicia”, ajustan cuentas con sus adversarios o chantajeados, los “desaparecen”, torturan y asesinan.
Sucede ante nuestros ojos. Se documenta todos los días en los medios y las redes. Y la espiral de violencia y destrucción parece no tener límite. En un afilado artículo, Claudio Lomnitz escribe: “No se puede despertar a una sociedad con datos ni con casos perturbadores, porque la ‘somnolencia’ o la ‘indiferencia social’ es un efecto precisamente de esos datos y esos detalles. El dolor y el dolor imaginado a través de la identificación son tales que la gente sólo busca el olvido” (Nexos, octubre 2023).
Creo que tiene razón. El cúmulo de información, las evidencias cotidianas, la retahíla de sucesos uno más delirante y sangriento que el otro, parecen convertirse, paradójicamente, en un anestésico de la sensibilidad y en un emplazamiento a recluirse en los asuntos privados. “La gente teme saber; no quiere saber. Lo que quiere es vivir”.
Por supuesto, no se trata de renunciar a documentar lo que sucede. Todo lo contrario. Pero vale la pena reparar en un reflejo social que tiende a “normalizar” lo que a todas luces debería resultar inaceptable, con el capital objetivo de seguir viviendo en un marco de terror. Si uno se entera del secuestro, tortura y asesinato de cinco jóvenes se conmueve, preocupa y entristece. Si todos los días encuentra información similar que sucede en distintos puntos del país, es probable que en muchos tenga un efecto narcotizante y busquen (consciente o inconscientemente) una puerta para la evasión o por lo menos la resignación (“la vida es así”).
Hace unos años (creo) nos parecía una obviedad aquel dictado de Max Weber que postulaba que el Estado ostentaba el monopolio de la violencia legítima. Nos parecía un axioma elemental y fundamental. Pues bien, creo que en los días que corren devela no sólo su enorme pertinencia, sino las consecuencias nefastas de que no se cumpla.
Da la impresión que en algunas regiones de México hemos involucionado hacia un estado de guerra y anarquía, tal y como en el siglo XVII Thomas Hobbes imaginaba el estado de naturaleza. Un estado sin Estado en el que los hombres luchan entre sí y se impone el que tiene la mayor fuerza. Sobra decir que, en esa situación, ni la vida ni el patrimonio ni la libertad pueden garantizarse. Por el contrario, las tres se vuelven frágiles, inconsistentes, y la incertidumbre y el miedo presiden las relaciones sociales. Porque la disolución del Estado que hoy observamos en no pocas zonas ha instalado a la violencia como el recurso de un “nuevo orden”.
Hobbes no se hacía ilusiones sobre las cualidades innatas del género humano. Por el contrario, sabía que, sin límites, sin reglas que regularan la convivencia, sin un Estado que concentrara el poder y ofreciera garantías para una coexistencia medianamente armónica, las pasiones e intereses particulares entrarían en colisión generando un estado de anarquía y guerra continua. Pues bien, parece que en no pocas regiones del país en esas estamos. Habrá que intentar reconstruir las bases de un Estado digno de ese nombre, capaz de garantizar seguridad a los ciudadanos. Y la tarea no será sencilla. Pero por lo menos deberían existir señales de que eso se quiere.