El 30 de enero, durante la conferencia matutina del Presidente, una reportera la preguntó: “Esta semana, el consejero electoral Ciro Murayama, decía que por triquiñuelas el partido que usted fundó, tiene una sobre representación en la Cámara de Diputados. ¿Qué responde usted?”. Conocer la opinión del Presidente resulta importante porque, como se sabe, con menos del 38 por ciento de los votos Morena tiene mayoría absoluta de representantes en esa Cámara.
El Presidente no contestó la pregunta, pero aprovechó para decir que en el INE estaban muy “desquiciados” porque “con todo respeto, durante mucho tiempo, se hicieron de la vista gorda ante los fraudes electorales” y acusó al Consejero de haber firmado un desplegado en 2006 donde se decía que “las elecciones habían sido limpias” y que estaba esperando que le ofrecieran disculpas los firmantes de aquel documento. Otro reportero insistió en la pregunta original y el Presidente tomo otro rumbo. Dijo: “La gente votó porque se aplicara una transformación en México, y sabía, porque el pueblo es sabio, tiene un instinto certero, sabía que si se ganaba la presidencia y el Presidente…no tenía mayoría en el Congreso iba a ser rehén, no iba a poder hacer nada…”. El Presidente colocó al consejero en el bloque de “los intelectuales orgánicos del conservadurismo”, insinuó que gracias a la firma de aquel desplegado fue premiado con el cargo, habló de reformas judiciales previas, pero la pregunta jamás fue contestada.
Se trata de una fórmula al parecer exitosa pero preocupante. Combina distintos elementos: la descalificación ad hominem de quien disiente de él, la alimentación de “verdades” alternativas, es decir, mentiras (como distorsionar el contenido de aquel desplegado), la construcción de una historia imaginaria a modo que a fuerza de repetirse muchos acaban creyendo (un Instituto solapador de fraudes), junto con desplantes grotescos (como esperar disculpas por una opinión argumentada vertida públicamente), y la evasión del quid del asunto: ¿Cómo fue posible que Morena con el 37.5% de los votos tuviera desde el primer día en que se instaló la Cámara mayoría absoluta de diputados?
Recordemos: la fórmula actual de integración de la Cámara de Diputados es producto de la reforma de 1996. Es la que ha traducido votos en escaños en 8 elecciones federales (1997-2018). En las primeras siete la primera fuerza obtuvo más del 30% de los votos y menos del 40 (como en 2018). Cuatro veces fue el PRI y tres el PAN. En dos de ellas (1997 y 2000), el partido más votado logró en términos porcentuales más votos que Morena en 2018. Y en todas ellas, el partido ganador no llegó a tener una mayoría absoluta de escaños porque se cumplió el dictado Constitucional que no permite que entre votos y asientos exista una desproporción mayor del 8 por ciento. Es decir, la fórmula funcionó. En 2018, sin embargo, al registrar candidatos propios en los partidos coaligados con Morena (PES y PT), el partido del Presidente alcanzó una anticonstitucional mayoría de diputados. No es, como dice el Presidente, que “el pueblo” le haya dado esa mayoría. La mayoría del pueblo votó por otras opciones, pero la triquiñuela les dio resultado.
Ampliemos el campo de visión: en los sistemas uninominales puede darse el caso, en efecto, que con una minoría de votos un partido logre ganar una mayoría de distritos (como en EU) y en el otro extremo existen sistemas electorales que buscan y logran que la traducción de votos en escaños sea estrictamente proporcional (Alemania). El nuestro es un sistema mixto, pero presidido por la preocupación de que la sobre y sub representación no resulten extremas. Por ello se llevó a la Constitución premiar a la primera fuerza con una sobre representación, pero nunca mayor de 8 puntos porcentuales. ¿Cómo es entonces que un partido con menos del 38% de los votos logró convertirse en mayoría absoluta de escaños? ¿No rompe eso con el principio básico de la representación? Son preguntas relevantes y el Presidente las ha evadido.
Profesor de la UNAM