Así se titula en forma expresiva un reciente y oportuno libro de Pedro Salazar, director del Instituto de Jurídicas de la UNAM, sobre la dimensión (in)constitucional de la consulta popular que acabamos de observar. Se trata de un texto analítico sobre el debate en la Corte, expone las argumentaciones favorables y desfavorables que aparecieron en la prensa, analiza el engrose de la propia Corte y contiene una serie de anexos documentales pertinentes. Pero ya que la consulta se realizó vale la pena acercarse a las consideraciones conceptuales que enmarcan el minucioso trabajo de Salazar.
Parte de una figura acuñada por Norberto Bobbio: “derecho y poder son las dos caras de una misma moneda”. ¿Qué quiere decir eso? Que en los Estados modernos el derecho emana del poder, pero que la única forma en que el poder se legitima es obedeciendo al derecho. Cuando hablamos de Estado de derecho es porque el poder se encuentra sometido a la ley. Si queremos evitar un poder desmedido y voluble, el derecho debe ser un límite para su ejercicio y “los actores estatales deben ceñir su actuación a los procedimientos y reglas jurídicamente establecidas”.
Siguiendo a Ferrajoli, Salazar recuerda que las acciones estatales deben tener dos tipos de límites: los sustanciales que “son los derechos fundamentales de las personas” y los formales, es decir, las operaciones fijadas en las normas. A eso se ha llamado “principio de legalidad” y contrasta vivamente con lo que sucede en los Estados absolutos, en los cuales el poder no reconoce ni a unos ni a otros. En ellos el poder se impone de manera invariable al derecho.
Esas fórmulas nos introducen en una añeja y siempre importante discusión: ¿aspiramos al gobierno de los hombres o al gobierno de las leyes? Y aunque parezca un ejercicio retórico no lo es. Sabemos que lo primero, el gobierno de los hombres iluminados, buenos por definición, encarnación de los anhelos populares, conduce a decisiones arbitrarias y opresivas. Mientras que el segundo intenta –y es la única fórmula que ha inventado la humanidad para ello– ofrecer “certeza, seguridad y libertad” a los ciudadanos. Es la protección ante eventuales atropellos de las autoridades y está pensada como una defensa ante los poderosos.
Ahora bien, es el Poder Judicial, y destacadamente la Corte, el que tiene que garantizar que el poder no se imponga sobre el derecho. Y si no lo hace, nos dice Salazar, son ellos los que le abren la puerta al “gobierno de los hombres”. No son y no deben ser tribunales de justicia (demasiado subjetivo, porque “depende de las convicciones personales de quienes adoptan las decisiones”) y menos políticos, sino de derecho. Y para cumplir esa estratégica misión “los tribunales constitucionales deberán ceñir sus decisiones al derecho vigente” (que puede ser modificado). Y para ello deben ser independientes del resto de los poderes –constitucionales y fácticos–, porque “si las decisiones judiciales responden a los mandatos, pretensiones o intereses de otros actores se materializa la derrota del derecho por el poder y se desmorona la promesa del gobierno de las leyes”.
Pues bien, lo que acabamos de presenciar ha sido una derrota del derecho, un “triunfo” de la falta de escrúpulos presidenciales, una violación de las prescripciones constitucionales, un desgaste innecesario de una fórmula de participación y una profunda erosión de la confianza en la Corte. Nada que festejar.
(Lo bueno: el 93% de los ciudadanos le dio la espalda).