No suelo hablar del futuro. Ni siquiera del inmediato. Por su propia naturaleza es incierto y la prudencia me detiene. Muchos colegas, de manera ingeniosa y enterada, son capaces de realizar ejercicios sugerentes y vaticinios de todo tipo. Si sucede A sus derivaciones serán X Y Z. Si se impone B entonces tendremos H I J. Soy incapaz de eso. Es problema mío. No obstante, contradiciéndome, tengo la (casi) certeza de que hay algo que se quedará entre nosotros por un largo tiempo: la degradación de la discusión pública. Y será nuestra acompañante porque su explotación ha resultado exitosa. Y ese éxito es el aliciente fundamental para que centenas, quizá miles, de personas se sumen todos los días con gusto a la espiral de deterioro progresivo de nuestros intercambios de… iba a colocar la palabra “ideas”, pero mejor me detengo.
Los recursos para alimentar la bajeza en la discusión son múltiples y variados. Algunos están ante nosotros con una claridad deslumbrante y no se requiere de mayor sapiencia para detectarlos. Enumero algunos.
Simplificar lo que es complejo por supuesto borra de un plumazo las muchas aristas que tiene un determinado problema. Ofrece, sin embargo, una letanía que se puede repetir como si se tratara de un conjuro, se convierte en un “mantra” que ofrece seguridad, sentido de pertenencia, asideros frente a las dificultades de la vida. Si se trata de política, además, puede modelar dos grades campos en los cuales nosotros contra ellos ordena la confrontación que es rotunda, clara, inimpugnable (real o inventada es lo de menos).
Adjetivar a los contrarios es siempre más sencillo que intentar comprender sus argumentos. La descalificación por delante y como sistema, y mejor aún si es ad hominem, permite no tener que detenerse en las explicaciones, las evidencias, las aspiraciones de los otros. Si por su propia naturaleza están desacreditados, si lo que se lee son sus supuestas intenciones perversas, entonces para qué atender sus críticas o sus iniciativas. Por esa vía es posible que tengamos debates incendiarios, pero sin espacios para las razones.
Negar la evidencia es un recurso de baja laya, pero al parecer efectivo. Si de lo que se trata es de armar un dispositivo de creencias, entre más impermeable sea a la realidad, mejor. Nada que perturbe las certezas, nada que reclame un cambio de rumbo, nada que ponga en duda las convicciones.
Si es necesario despreciar el conocimiento (incluso el especializado) pues adelante. Puestos a ganar la voluntad de los más, que precisamente carecen de esos conocimientos, se descalifica a aquellos “elitistas” que lo portan y que por eso son sospechosos de no compartir muchas de las consejas populares. Ese vilipendio de los que saben y que supuestamente nos iguala a todos, por supuesto que no logra su cometido (no nos hace iguales en conocimiento), pero si alcanza para que los especialistas sean desplazados por legiones de charlatanes.
Si a ello le agregamos la explotación de las emociones que remplazan a las razones, las “identidades” que de partida y de manera automática fijan cualidades y taras, entonces emerge el batidillo de nociones que más que aclarar lo que vivimos, construyen una densa nube de prejuicios y tonterías que ofrecen “sentido de orientación” a las personas.
Súmele, además, el efecto multiplicador que las redes pueden inyectarle a cualquier tipo de delirios, para tener apenas un esbozo de la degradación imparable del debate público.
Profesor de la UNAM