Pasó desapercibido el noventa aniversario de la Ley Orgánica de la Universidad Autónoma de México que se cumplió el mes pasado. Seguro porque la fecha icónica es la de la Ley Orgánica de 1929, mal entendida y sobrevalorada, pero quizá es un buen momento para contrastar las ideas profundamente diferentes de la de 1933 y la vigente, aprobada en 1944. Porque autonomía universitaria no siempre quiso decir lo mismo.
Hoy sabemos que la autonomía para autogobernarse, fijar sus planes de estudio, proyectos de investigación y planes para la difusión de la cultura, sin la interferencia de fuerzas externas, es una condición para su buen funcionamiento y para cumplir con sus propósitos. Y también asumimos que como institución pública debe ser financiada por el Estado. Pero no siempre fue así. La autonomía de 1933 consagraba el autogobierno universitario, pero cancelaba el compromiso estatal de financiarla. Era uno por lo otro. La autonomía, se pensaba, debía ser una especie de autarquía y la Universidad autosuficiente.
En 1933 por autonomía se entendía romper cualquier compromiso estatal con la Universidad que incluso perdió el apelativo de Nacional. Si en la Ley Orgánica de 1929 se establecía que el rector era nombrado por el Consejo Universitario a partir de una terna que presentaba el presidente de la República, ahora sería solamente el Consejo la fuente de la elección, excluyendo de ese procedimiento la injerencia del Ejecutivo. Además, “los directores de facultades, escuelas, institutos y otras instituciones universitarias serán designadas (también) por el Consejo”. Se concedía plena autonomía a la Universidad en su forma de gobierno, pero…
El problema mayúsculo residía en que la nueva Ley establecía que el gobierno entregaría a la Universidad diez millones de pesos; “cubiertos los diez millones… la Universidad no recibirá más ayuda económica del gobierno federal”.
El senador Aguayo lo explicó con claridad en la tribuna de la llamada Cámara Alta: “Hoy tenemos la Universidad… desvinculada completamente del gobierno, desconectada del Estado. (En) la ley anterior tenía conexiones con la Universidad. Desde luego el rector de la Universidad tenía que ser designado por el Consejo Universitario y la designación se hacía mediante terna mandada por el Ejecutivo. Este era un vínculo demasiado serio y estrecho. Otro vínculo era el que las resoluciones del Consejo Universitario podían ser vetadas por el Estado, por el gobierno, en muchos puntos esenciales… La Ley viene… a romper esos lazos… el veto no existe”. (Todas las citas: E. Hurtado Márquez. La Universidad autónoma. 1929-1944. UNAM. 1976).
Pero la nueva Ley rompía también el lazo del subsidio. Siguió el senador: “En lugar de ese vínculo que es el del dinero, y que aparecía como un subsidio para la Universidad… hoy se le da un patrimonio, una cantidad, una suma determinada para que la maneje y viva. Pero ya nada más una cantidad, ya no una cosa permanente, perpetua…”.
En suma: autonomía como autogobierno sin injerencia gubernamental, pero, a cambio, se relevaba al Estado de su compromiso financiero con la Institución. Esa Ley generó inestabilidad extrema y dificultades financieras para la Universidad.
Fue hasta 1944 cuando, por iniciativa del rector Alfonso Caso, se pudo cuadrar el “dilema”. Por supuesto la autonomía supone el autogobierno, pero como institución del Estado autónoma, el Estado tiene la obligación de financiarla. El sentido común de hoy no siempre lo fue.