Ya en la antigua Grecia algunos lo sabían: la democracia puede degenerar por el efecto corruptor de la demagogia. Y bueno, dado que en democracia hay que lograr la adhesión de la mayoría, una dosis de demagogia casi siempre está presente. Pero he escrito una dosis.

El político intenta ganarse a los votantes, les dice lo que él piensa que desean escuchar, promete el oro y el moro. Su pretensión es seducir, multiplicar voluntades a su favor. Eso se encuentra en el código genético de los sistemas democráticos. Pero como decía aquel anuncio: “todo con medida”.

Porque el anterior y el actual gobierno parecen no tener límites. “Se acabó la corrupción”, proclamó en su momento el presidente López Obrador. “México es el país más democrático del mundo”, nos dijo la presidenta. Son solo botones de muestra, pero se podría hacer un listado enorme de dichos sin sustento, de afirmaciones destinadas a la galería sin una mota de verdad, de versiones delirantes que deberían desvanecerse en contacto con eso que llamamos realidad, pero que al parecer son más resistentes que el acero.

Hay quienes han contado las mentiras o medio verdades que se han acuñado desde las “mañaneras”, hay quien ha analizado con paciencia la consistencia de muy diversas aseveraciones, nunca han faltado los especialistas en muy distintas materias que ilustran las falsedades que se emiten desde la Presidencia. Pero todo parece indicar que la demagogia tiene su encanto.

Forman legiones los creyentes, los que se identifican —por las razones que sean— con los titulares del Ejecutivo, los que defienden “a capa y espada” versiones descabelladas. Tienen necesidad de creer, de depositar en otros sus esperanzas, de formar parte de un colectivo autodefinido como popular y virtuoso, de ver en otros las causas de sus males, y de esa manera sentirse mejor y en ocasiones hasta superiores al resto de los mortales.

Pero, quizá el asunto se pone peor, cuando el demagogo o los demagogos acaban creyéndose su propio discurso. Dejan de ser cínicos que saben que utilizan una especie de varita mágica (el lenguaje) para embaucar a otros, y acaban secuestrados por sus propios dichos. La demagogia entonces ya no es solo un instrumento para cautivar y atraer a sus clientelas, sino que finaliza siendo su auténtico pensamiento (si así se le puede llamar). Por supuesto, el cinismo es reprobable, pero asumir como verdades sus mentiras quizá sea más peligroso. Creen realmente que sus proclamas son la realidad, que sus intenciones son impolutas y que quienes se les oponen o los contradicen no son más que seres innobles, despreciables. Como diría Celia Cruz acaban como “enajenados mentales”. Son víctimas del mundo fantasioso que construyeron y son incapaces de procesar, con un mínimo de objetividad, lo que realmente sucede.

Para nadie es un secreto que en los primeros lugares de la preocupación de cientos de miles de personas se encuentra el tema de la inseguridad. Legiones han sido víctimas de robos, secuestros, amenazas, asesinatos de sus allegados, e incluso quienes no lo han sido viven con ese temor, con esa incertidumbre. Por ello, a nadie debería sorprender que miles de personas, en diferentes ciudades, hayan marchado reclamando seguridad. Extraño sería lo contrario.

Pues bien, cuando la presidenta tomó la palabra para referirse a esas muestras de temor y desesperación llamó buitres y carroñeros a quienes impulsaron, participaron o incluso comentaron esas masivas marchas que demandaba seguridad. De la demagogia a la enajenación, pues.

Profesor de la UNAM

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