No es fácil encontrar, en épocas en las que todo mundo se dice demócrata, a alguien que devele, sea por prepotencia o tontería, su rostro autoritario sin maquillaje alguno.
El 13 de septiembre, sin rubor, el presidente de la República informó a la prensa que no invitaría a los ministros de la Corte a la celebración del Grito de Independencia que tradicionalmente se lleva a cabo en el Zócalo el 15 de septiembre. Dijo: “no tenemos buenas relaciones con el Poder Judicial... Se han dedicado a actuar contra la transformación y nosotros consideramos que están en contra del pueblo, son representantes de la oligarquía, de una minoría corrupta y rapaz”.
Incapaz de convivir con un poder constitucional autónomo, el presidente emitió descalificaciones como “metralleta”. Juicios sumarios como si él fuera una especie de ministerio público de la República y el juez de la Nación; la única y la última palabra. No se trata solo de una grosería o una agresión retórica, en sí mismas graves, revelan, como si aún fuera necesario, las nociones autoritarias que modulan el comportamiento del presidente.
Tampoco fueron invitadas las presidentas de las mesas directivas de las Cámaras del Congreso. Como si el mexicano fuera un Estado unipersonal encarnado en la figura del presidente, éste prescinde de los otros poderes de la Unión y se siente dueño exclusivo de las fiestas patrias. No quiere que le hagan sombra. Añoranza y/o ilusión ni siquiera disfrazadas de lo que le gustaría que fuera el Estado mexicano.
Los dichos del presidente resultan expresivos: no entiende la diferencia entre Estado y gobierno y abomina de la división de poderes.
Al Estado lo conforman una constelación de instituciones a las que nuestra Constitución otorga funciones diferenciadas. Están reglamentadas y divididas porque la aspiración es evitar su concentración y por esa vía el gobierno del capricho. El Ejecutivo, depositado en el presidente, es el gobierno, que es una parte medular de ese Estado, pero no lo es todo. Al confundir una parte con el todo, el presidente se desliza peligrosamente por la pendiente que todo autócrata transita: pensarse a sí mismo como el Estado.
La división de poderes que no solo marca nuestra Constitución, sino que venía abriéndose paso en las últimas décadas, como parte de una mecánica democrática, es despreciada por el titular del Ejecutivo. No fue casual que a las ceremonias de los días 13, 15 y 16 de septiembre, a las que asistían los representantes de los tres poderes de la Unión, ahora solamente el presidente fuera acompañado de sus subordinados, es decir, los integrantes de su gabinete. Es el mundo ideal de López Obrador: un universo en el que él manda y los otros obedecen, y como el Legislativo y el Judicial son poderes autónomos pues lo mejor, según él, es prescindir de ellos.
No es una ocurrencia más. La insistencia, reiterada el mismo 13 de septiembre, de reformar la Constitución para que los integrantes del Poder Judicial sean electos, es parte de esa concepción. El presidente desea que sea la fuerza política mayoritaria (por lo pronto su partido) la que nombre a jueces y magistrados para de esa manera alinear a un poder independiente a los designios del presidente.
No es un jueguito más, menos una gracejada. Es la exhibición contundente, sin afeites, de la pretensión de edificar un supra poder presidencial que jibarice a los otros para desplegar sin molestos obstáculos las ocurrencias del Ejecutivo. Las alarmas siguen sonando.