Vivimos en un ambiente tóxico. Circulan mentiras, medias verdades, calumnias, insultos, inventos, amenazas, teorías de la conspiración, de tal forma que pareciera “que nada es verdad ni mentira, todo es según del color del cristal con que se mira”. Es un chapoteadero de dichos agresivos y de espirales de descalificaciones que convierten a eso que llamamos el espacio público en una “hoguera de vanidades” belicosa, estúpida e incluso incendiaria.
De seguro no es la primera época en que sucede, pero el impacto de las llamadas redes sociales seguramente ha potenciado su circulación e impacto. Sin filtro alguno se expanden y generan un clima de opinión con altas dosis de veneno que se multiplica de forma exponencial hasta convertir nuestra “convivencia” en una especie de arena en la que todo se vale. Un escenario en el que si alguno tira mierda el otro responde con heces, y al final, por supuesto, todos quedan embarrados y malolientes.
Un elemento tiende a potenciar, y mucho, esa espiral de degradación: el anonimato. Como el “valiente” que desde la tribuna del estadio y cobijado por miles de aficionados, insulta sin clemencia al árbitro y a los jugadores del equipo contario, y que seguramente se comportaría de otra manera si se encontrara de frente con el “colegiado” o los futbolistas, así el anonimato en las redes convierte a un buen número de personas en bestias capaces no solo de decir cualquier barbaridad sino de olvidar el mínimo de cortesía hacia sus reales o probables lectores. (Y al escribir cortesía me siento como un tipo demodé, ajeno a su tiempo).
Por lo menos desde Gustave Le Bon sabemos que un hombre solo y el mismo hombre envuelto y protegido por las masas es capaz de comportarse de manera radicalmente distinta. En el segundo caso, su sentimiento de invulnerabilidad, pero sobre todo de impunidad, le podrá llevar a cometer actos que en otra circunstancia repudiaría. Pues bien, el anonimato en las redes es el equivalente a ese escudo protector que las masas otorgan a quien se une a ellas y se vuelve su cómplice.
El problema es que ese “juego” perverso no resulta anodino y mucho menos gracioso. Tiene un impacto mayúsculo en el comportamiento de las personas y en la forma en que se relacionan y juzgan a los otros, a aquellos que no comparten sus códigos de entendimiento (por llamarlos, generosamente, de alguna manera). Acosos, embustes, abusos, generan potentes olas de opinión que acaban manchando o desprestigiando a sus destinatarios. Son la nueva “letra escarlata” de la novela de Nathaniel Hawthorne con la que los llamados cibernautas intentan marcar, castigar y señalar a sus oponentes o a quienes simplemente les caen mal.
Si en las redes no existiera el anonimato —creo— el ambiente sería otro, porque nadie tendría la facultad de tirar la piedra y esconder la mano. Pero sé que el solo enunciado de esa limitación resulta naif, para muchos, improcedente, porque se me dirá, las redes son el reino de la libertad y pretender coartarla resulta inadmisible. (Aunque cabría señalar que ninguna libertad es absoluta por el simple y contundente hecho de que vivimos con otros y que nuestra libertad termina en donde empiezan los derechos de esos otros. Pero en fin… Como diría Cristina Pacheco, “aquí nos tocó vivir”).
(Sobre el tema resulta muy recomendable el libro de Álex Grijelmo. La perversión del anonimato. Taurus. Barcelona. 2024, 514 págs.).
Profesor de la UNAM