Luego de la derrota que les asestó López Obrador en el 2018, los partidos tradicionales quedaron severamente disminuidos y -lo que resultó el peor de sus efectos- moralmente devastados. En el PRD, que ya vivía de tiempo atrás una larga agonía, la deserción de sus escasos militantes cobró dimensiones de éxodo, emigrando a Morena en masa hasta dejar al sol azteca en la inopia. Por su lado el tricolor, afectado por el impacto que tuvo en la opinión pública la revelación de la corrupción del llamado “nuevo PRI”, entró en una especie de estado catatónico durante el cual sus mejores cuadros se inhibieron por completo, dejando en manos del impresentable Alejandro Moreno, alias Alito, el destino del partido. El PAN, muy afectado también por el fracaso electoral, pudo preservar una cierta prestancia política merced a la mayor solidez de su ideología conservadora, pese a estar dirigido por Marko Cortés, el más anodino e impersonal líder blanquiazul de cuantos acuden a la memoria de este escriba.
Las elecciones -las estatales y la intermedia federal- que vinieron después del 2018 ratificaron la decadencia de los partidos de oposición, en especial la del PRI que, de entonces a la fecha, entregó todas las gubernaturas que tenía, con excepción de Coahuila y Durango. Lo sucedido en la CDMX, donde Morena perdió nueve de las dieciséis alcaldías en disputa, así como el relativo éxito del bloque opositor en las cámaras frenando las iniciativas del presidente que requerían de mayoría constitucional, sugería la idea de que sólo unidos podrían competir con la fuerza lopezobradorista. Mas pese a la obviedad aritmética de la conclusión, los líderes que a instancias de distintos grupos ciudadanos concertaron el Frente Amplio por México han dejado sola a la providencial candidata -Xóchitl Gálvez- que por casualidad se encontraron en el camino y que les inyectó ánimo para disputar una elección que no sabían ni cómo enfrentar.
El abandono de su abanderada ya tuvo consecuencias indeseables. Una es el distanciamiento que se advierte entre la sociedad civil y los partidos. La incomunicación entre las partes es tal que los nombres significados de aquella marea rosa que tanta esperanza generó entre los grupos sociales que no comulgan con el movimiento transformador de López Obrador tienen que acudir a desplegados en los diarios para reclamar la atención de los capitostes partidistas, inmersos como están en el jaloneo por la repartición entre sus fieles de las candidaturas. La otra secuela de dejar a su suerte a Xóchitl Gálvez -inerme ante los embates morenistas y la metralla que desde Palacio le disparan a diario- es la velocidad cobrada por el transfuguismo hacia el partido en el poder de numerosos cuadros priístas que ya rumian la derrota.
Luego de su explosiva aparición mediática como virtual contendiente por la presidencia de la República, la candidata que hoy enarbola las banderas opositoras comienza a sonar repetitiva. Sus réplicas, sí oportunas, sí ingeniosas, pero siempre reactivas, dan la sensación de que, en ausencia de ideas propias, marcha a remolque de las ajenas; se exhibe vacía de ellas o, si las tiene, evita ventilarlas en público. Su objetivo: 1) no desalentar a aquellos sectores de la clase media que la acogieron y, 2) no contrapuntearse con los intereses políticos y económicos que la lanzaron a la batalla sin antes pactar con ella un programa mínimo y sin acordar posturas comunes respecto de temas que en campaña van a ser motivo seguro de debate. En fin, si Xóchitl con sus estrategas no discurre pronto un discurso distinto al basado en denostar a un movimiento que cuenta con una amplia aprobación popular, corre el peligro de que su incursión en el 2024 se vea reducida a la calidad de una anécdota más en el devenir político mexicano.