No engañó a nadie; la candidata Claudia Sheinbaum ofreció, con afortunado y gráfico símil, construir el segundo piso de la 4T. Y ahora que como presidenta está cumpliendo lo prometido, sus censores le piden que desatienda las indicaciones de los planos que ella misma ayudó a diseñar de la mano del indiscutido autor del proyecto transformador. Materializar ese propósito suponía que las columnas del nuevo nivel fueran la exacta y lineal prolongación de las del primero, y así sucesivamente hasta que la obra estuviera por completo acabada. ¿Cuál es pues la extrañeza ante una continuidad tantas veces anunciada y tan rotundamente respaldada por el voto popular? ¿dónde está la sorpresa?
Tiempo ya es de convencerse que la cruzada lopezobradorista no buscaba un simple cambio de gobierno; las evidencias -y no sólo sus dichos- indicaban con diáfana claridad que se luchaba por una mutación profunda del modelo político. Quienes ahora advierten azorados cómo las instituciones del viejo régimen están siendo objeto de una metódica demolición no supieron leer -o no quisieron creer- el significado implícito en el mensaje de un pueblo sublevado -llámesele si se prefiere ciudadanía harta- que repletó las urnas con sus sufragios, dejando perpleja a la oposición y sin habla a sus voceros oficiosos.
Una revolución pacífica… mas revolución al fin y al cabo. Como todo alzamiento popular ha seguido pautas desordenadas y hasta incluso anárquicas pero -obsérvese- en ningún caso han estado caracterizadas por la violencia, pese al resentimiento social acumulado en décadas de pobreza y desigualdad. Sufre, es verdad, de ansiedad por alcanzar sus aspiraciones y, en su prisa, a menudo tropieza y comete errores, varios de los cuales tendrán que corregirse más temprano que tarde. No obstante, el movimiento va hacia adelante, con paso firme y concretando principios fundamentales para sus fines. Uno de ellos, quizá el más controversial de todos, sea el de la Reforma Judicial. Vamos a ella.
La razón que provoca el desasosiego de sus críticos es que su aprobación significó la desaparición del “Régimen de Derecho”, tal como se conoció durante el neoliberalismo, y aún antes de esa nefasta etapa de nuestra historia reciente. Y sí, es cierto: representa el final que espero definitivo de un status legal concebido, interpretado y aplicado por un Poder Judicial, infestado de corruptos al servicio de una minoría oligárquica que pasaba sin miramientos ni objeciones éticas ni morales por encima de las mayorías marginadas.
La 4T está contra ese estado de Derecho, entendido -definición de la RAE- como el “conjunto de principios y normas, expresivos de una idea de justicia y orden, que regulan las relaciones humanas y cuya observancia puede ser impuesta de manera coactiva”. Tal concepto de “justicia y orden” acabó, y está por inaugurarse otro distinto que será -esperamos- mucho mejor que el precedente. Por lo pronto deberá franquear la aduana de esa inédita y muy cuestionada elección de jueces, magistrados y ministros.
Termino ya. La transición de una fuerza desarrollada originalmente en torno a la figura de un líder, carismático e irrepetible como López Obrador, hacia un conjunto de políticas públicas que institucionalicen el proyecto de país justo y equilibrado que deseamos, es la tarea que aguarda a la presidenta. Preservar y hacer orgánico su ideal social y político, configurando un sistema sustentable, estable y potencialmente exitoso, no es misión sencilla, máxime luego de la reaparición en la Casa Blanca del señor Donald Trump, un supremacista difícil de lidiar, poseído de un antimexicanismo compulso cuyas locuras pueden constituirse en factor que entorpezca la marcha económica del país. Este último punto dará mucho de qué hablar -y escribir- a lo largo de los próximos cuatro años.