Las pasiones se desbordan en los periodos que la ley establece para que la ciudadanía elija a sus gobernantes . Eso no es novedad; lo que sí va a serlo es que, esta vez, las distintas etapas del mayor proceso electoral que ha conocido México coincidirán con el arribo escalonado al país de las vacunas contra el coronavirus con las que se espera controlar la pandemia que tan duramente nos ha lastimado. El gobierno federal, y los estatales también, tienen ante sí el reto de evitar que el influyentismo y los intereses político-electorales se entrometan y estorben las pautas estrictamente tecno-sanitarias con que debe realizarse la inmunización de la población.
Se ha dicho que la aplicación de las vacunas será gratuita y universal, y que se llevará al cabo conforme a un plan que considera los distintos grados de vulnerabilidad de los grupos poblacionales de una pirámide social que tiene en su base a la mayoría pobre del país. Mas esos propósitos son meras hipótesis que la realidad puede deformar si no se adoptan las debidas medidas precautorias. Las vacunas no son despensas ni láminas de cartón que se regalen a cambio de votos; esas prácticas, si ocurriesen, tendrán que castigarse con rigor excepcional. Quien con ese execrable fin condicione su aplicación estaría atentando contra un derecho humano fundamental y cometería, a mi juicio, un delito de lesa humanidad.
La distribución y aplicación de la vacuna a 90 millones personas dispersas en 2 millones de kilómetros cuadrados supone un desafío logístico que se anticipa difícil de superar. La geografía de México es sumamente compleja, orográficamente abrupta y está mal comunicada. Añádase que las autoridades federales de salud -contradictorias, erráticas y con frecuencia carentes de razón- no han probado disponer de un proyecto que contemple las variables que, a buen seguro, surgirán conforme la campaña deje atrás los grandes centros urbanos y se aproxime a zonas de penoso acceso y seguridad incierta.
El cronograma de esa gigantesca cruzada no sólo está condicionado por la complicada logística inherente a su masividad y urgencia; lo está también por el hecho de que el abasto del inmunizante será gradual y dependerá de los programas de fabricación y suministro de las farmacéuticas internacionales que lo producen.
México firmó compromisos de compra con tres de ellas, en cantidades que teóricamente satisfacen la totalidad de la demanda; no obstante, subsiste el riesgo de que se prioricen los requerimientos de otras naciones, igual de urgidas que la nuestra, pero de mayor peso político y económico en el concierto mundial.
Finalmente, y a pesar de que el reparto de las vacunas ha sido encomendado a las fuerzas armadas y su aplicación al personal de salud que cumple una destacadísima y esforzada labor hace ya ocho meses, aún existen muchas y entendibles reservas de que ambos pasos -la distribución y entrega del fármaco en los centros que se designen para su acopio y su inoculación en las personas que deben proteger- vayan a ser operados de manera eficiente y transparente, prevaleciendo en todo momento criterios de equidad y justicia.
Párrafo aparte merecen incrédulos, ignorantes y timoratos, que de ambos hay en nuestra sociedad. No son pocos los que dudan de la existencia de la enfermedad, atribuyéndole al gobierno su invención. Y no son raros los que no se vacunarán por temor a infectarse de creencias ajenas y contrarias a las propias, o con sustancias inhibitorias de sus facultades reproductivas. Y uno de cada nueve ciudadanos no se pondrán el inmunizante hasta estar ciertos de su eficacia, es decir, hasta ver la suerte de quienes decidan ponérsela. Es de llamar la atención la desconfianza que hay en México en la ciencia y en los científicos.