No quiero caer en el tópico. No incurriré tampoco en el lamento ni en el consejo al prójimo; para eso están los sanadores del cuerpo y del alma. Pero sí invito a quienes lean este artículo a revisar los principios que, a causa de la pandemia, nos han condicionado la vida, desdibujando los caminos por los que antes buscábamos la felicidad.
Siempre tomé muy en serio la amenaza de esa enfermedad que llamamos simplificada y coloquialmente Covid. Cuando hube de recluirme lo hice, acatando las normas que dictaban las autoridades de salud y, cuando pude procurarme las vacunas me las puse, en el número y cantidad debida. Por dos años limité mis actividades, pendiente de la evolución del virus y del cuidado que familiares y cercanos debían adoptar para reducir el riesgo de contagio. Las prevenciones se justificaban; las noticias del daño que ocasionaba su propagación eran inquietantes. Con distintos márgenes de tolerancia y disciplina, todos cumplimos… hasta estas últimas semanas en que se fueron levantando las restricciones sanitarias. Con todo, mi mujer y yo acordamos no dejar del todo las precauciones al incorporarnos, poco a poco, al quehacer cotidiano que tanto extrañábamos.
En ese acuerdo, acudimos a dos eventos que, con diferencia de una semana, se celebrarían al aire libre y -creímos- sin demasiadas apreturas. Mas sucedió lo inevitable: abundaron los abrazos y nadie respetó la sana distancia ni se puso el consabido cubrebocas. Se trató de un fenómeno espontáneo, de un desahogo sin inhibiciones, de un ansia por dejar atrás todo lo que impedía volver a lo de antes, a lo de siempre, a vernos de frente y percibir cara a cara el mensaje gestual que subraya y da énfasis y credibilidad a las palabras. Así son las relaciones de afecto y amor; precisa tocarse para saberse querido; sin ese contacto, la calidez se pierde, oculta detrás de un antifaz inexpresivo.
Fueron dos emotivas veladas, luego de las cuales quien esto escribe, su esposa y sus dos hijas caímos, uno tras otro, contagiados por el virus que por tanto tiempo habíamos logrado eludir. Con distinta intensidad a todos nos afectó, y ahora luchamos por vencerlo; a mí, por ejemplo, me hizo pasar dos noches terribles, con tos, fiebre, dolor de garganta y dolor de cabeza, síntomas que por fortuna han menguado las últimas horas. Sin la protección que proveen las vacunas quién sabe hasta dónde pudo llegar el trance que, de todos modos, nos obligará a un aislamiento -¡otro más!- hasta dejar de ser factores de contagio.
Antes de acudir a aquellos festejos teníamos reservas; pese a ellas, optamos por tentar a la suerte. La idea de quedarse en casa y aceptar que la vida del entorno que nos es propio transcurriese sin nuestra presencia no gustaba a nadie. Ante la alternativa de salir o seguir aislados con las afectaciones sicológicas implícitas, escogimos la primera; prevaleció el criterio de que el peligro ya no era tan alto como al principio y de que estamos ante una enfermedad seria pero no necesariamente mortal con la que habremos de convivir, igual que lo hemos hecho con la gripe y otros males endémicos similares.
No obstante el precio que nos cobró el Covid -mínimo si se compara con el que pagaron con su vida millones de personas en el mundo-, creo que hicimos lo correcto. Concluyo que, entre marginarse o reanudar la rutina de convivencia prepandémica hay muchos matices intermedios entre los que cada familia debe hallar el que mejor se ajuste a su conveniencia y circunstancia. La cuestión tiene relevancia por cuanto el tema tiene que ver con la felicidad y con la otra salud, la mental. El caso es que la vida fluya, que no se estanque y que nos vuelva a procurar el disfrute y la alegría de antaño. De eso se trata, a final de cuentas.