El pulso entre López Obrador y Joe Biden lo ganó el presidente mexicano. Valoró las cartas que tenía y las jugó con acierto. Lo que venga después nadie lo sabe, pero esa partida, la de la Cumbre de las Américas, se la ganó al mandatario estadounidense. Ante la excluyente postura de la potencia norteamericana para invitar al encuentro sólo a los países alineados a sus dictados, alivia que se alzara una voz que, en materia de relaciones internacionales, piensa que no es posible construir acuerdos duraderos de paz, comercio y sana convivencia sin atender la opinión de toda la comunidad continental, incluyendo la de líderes incómodos que practican la antidemocracia y vulneran sistemáticamente los derechos humanos de sus gobernados. Sabina Berman, en su artículo del domingo pasado en El Universal, escribió que “…la pregunta nunca ha sido si se trata de países dignos de emular; la pregunta es de qué ha servido aislarlos”. La frase, plena de sabiduría, es faro y luz en este complejo asunto.

La globalidad se edifica entre todos… o no será. No se concibe en un planeta segmentado proclive al enfrentamiento continuo por diferencias ideológicas. El punto es que, hoy día, la política exterior de Biden está derribando lo edificado a lo largo de medio siglo. En 1971, Henry Kissinger negoció con el premier chino Chou EnLai una primera aproximación entre Oriente y Occidente; al año siguiente se dio el célebre encuentro del presidente Nixon con su homólogo Mao TseTung que acercó a las dos mitades en que estaba dividido el mundo. Con la Unión Soviética -y luego con Rusia a la caída del Muro de Berlín- las relaciones discurrieron con una normalidad no exenta de tensiones que dio para, por ejemplo, acordar controles sobre los arsenales nucleares, intercambiar bienes culturales y hasta para trabajar de consuno en estaciones espaciales. El comercio mundial floreció; mercaderías de todos los orígenes circularon por el orbe, mejorando la vida de millones de personas.

Empero, la debilidad política de Biden al interior de su país le ha impelido a desbaratar ese fino equilibrio. Indujo a la OTAN a apretar el cerco sobre el Kremlin hasta traspasar la línea roja que Putin había fijado, reto que tuvo como respuesta la invasión a Ucrania. El conflicto se prolongó por las armas y el dinero que, por sí y a través de sus socios europeos, le ha dado al gobierno de Zelenski. Mas ni las sanciones económicas, ni la incautación de sus bienes, ni la expulsión de sus diplomáticos, ni el abandono de Finlandia y Suecia a su tradicional neutralidad, han logrado doblegar a Rusia. Encendido el polvorín europeo, Biden viajó a Asia a buscar aliados contra China y hasta amenazó a Xi Ping con medidas bélicas si persiste en reivindicar Taiwan. Alarmado por tanta inconsciencia, Kissinger sugirió en Davos una salida negociada a la crisis en Ucrania mediante la cesión de las zonas ocupadas, subrayando que “sería fatal olvidar que la posición de poder de Rusia generaría trastornos que no se superarán fácilmente”, al tiempo que, desde una tribuna distinta del pensamiento, Noam Chomski advertía a los gerifaltes del capitalismo que “Estados Unidos no quiere una salida diplomática en Ucrania y está abriendo la puerta a la guerra nuclear.”

De regreso a Washington, Biden encontró que su convocatoria a la cumbre americana iba a verse desairada por varias naciones latinoamericanas que se solidarizarían con la postura mexicana. Antecedente de interés: en la cumbre celebrada en Panamá se invitó a Cuba y, en ella, Obama saludó a Raúl Castro, se declaró ajeno a batallas ideológicas del pasado y afirmó que “sólo interesaba hablar del futuro”. Esa es la ruta que ha extraviado Joe Biden, un político con fama de prudente… ¡empeñado en sembrar discordias!

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