México es la suma de muchos México´s, ninguno de los cuales se comprende entre sí. Se les distingue, se les estudia y se les clasifica, pero nadie se ocupó de resolver el problema social que representa ese distanciamiento que, lejos de atenuarse, se profundiza y agrava. Inciden en esa diferenciación elementos obvios, como el educativo, el económico, el étnico y hasta el de la región donde se vive. Y ahora, con el agregado del político-electoral que irresponsablemente azuza el gobierno, nos acerca al riesgo de enfrentamientos fratricidas.
Verdad es que el México indígena poco a nada tiene que ver con el México mestizo; el culto y educado con el iletrado; el rico con el pobre; el del Norte con el del Sur. Pese a necesitarse y a ser indispensables uno para el otro, se ven con desdén mutuo que, a la menor incitación, se torna en odio explícito. Aunque comparten territorio, himno y bandera, no existen mas intereses comunes que vinculen a esos México´s, tan distintos y apartados. Y en ese pastizal reseco, López Obrador va prendiendo fuegos con su pregón divisionista.
La dificultad para conciliar desavenencias deriva: 1) de una historia mal contada que hurga en el origen de la Nación en pos de agravios; 2) de una constitución con mil enmiendas que la volvió un texto híbrido carente de orden y claridad, de interpretación diversa y aplicación confusa y 3) de un gobierno empeñado en remover la memoria para incentivar rencores y avivar heridas, antes que para apurar la convocatoria de un constituyente que defina nuevas y más claras reglas de convivencia entre mexicanos.
Las naciones que atinaron a resolver sus tensiones internas por vía del entendimiento y la comprensión de sus respectivas historias son hoy países prósperos y armónicos. Supieron hallar ventajas en sus diferencias, y los disensos -que los tienen- no primaron sobre sus coincidencias. Lograron edificar estados fuertes con perfiles definidos, cuya solidez se basa en la unión de su gente en torno a principios pactados en sus leyes fundamentales. Los que optaron por la hipótesis contraria todavía sufren interminables guerras civiles.
Esa unidad de la sociedad en temas de trascendencia no figura en la agenda del presidente; antes al contrario, está empeñado en acrecentar el listado de rencillas a fin de rentabilizar electoralmente la polarización resultante. López Obrador es un muy eficaz sembrador de discordias, lo que con toda probabilidad le significará otra contundente victoria en las urnas, pero le dejará un país escindido y enfrentado, lo que no parece incomodarle por más que al país -con él o sin él al frente- se le plantea un futuro lleno de escollos.
Al explicar su personal versión de la historia de México el presidente traslada a quien le oye un pasado del que sólo le interesa exaltar la maldad de los despiadados conquistadores, de los inicuos encomenderos y -su gran tema- de cuantos conservadores aviesos están mencionados en las páginas del devenir de la patria. Su propósito es que se grabe en el imaginario popular la idea de que la Nación está rota en dos partes irreconciliables, la del pueblo bueno que él representa y defiende, y la de los malos que viven sólo para medrar.
¿Qué tan lejos estamos de que esa apología de antiguos y nuevos enconos lleve a México a una crispación que rebase los límites de una contienda democrática? Difícil saberlo, mas la intuición avisa que la probabilidad aumentará conforma suba la rispidez del proceso y los dardos empiecen a volar de una a otra trinchera. Por lo pronto, la exigencia de cumplir con las normas para el registro de candidatos ya dio lugar -caso Guerrero y caso Michoacán- a la radical descalificación presidencial del organizador y árbitro de la elección.