El 3 de diciembre de 2018 el presidente López Obrador creó la Comisión para la Verdad y el Acceso a la Justicia (CVAJ). La disposición “…instruía a todas las dependencias a colaborar con la investigación, facultándolas para incluso realizar indagaciones y ordenar búsquedas en nuevos y posibles sitios donde podrían estar los normalistas, o sus restos…”. Todo parecía dispuesto para que padres y madres de los jóvenes asesinados alcanzaran la justicia que se les negó a lo largo de los últimos cuatro años del periodo peñanietista. Empero, y pese a la fe depositada en el nuevo régimen, han pasado otros cuatro viendo cómo sus esperanzas otra vez se desvanecen.
Confieso haber creído que López Obrador sí tenía la voluntad de esclarecer lo acontecido y llevar a juicio a todos quienes hubieran participado en los trágicos eventos de Iguala. Me convencía qué alentaba las pesquisas de Alejandro Encinas, subsecretario de Gobernación y cabeza de la CVAJ. Cuando se hizo público su informe que, aunque testado, revelaba la intervención de elementos del Ejército en los hechos, volvió a acreditar la autenticidad de su postura al pedir que se revelara íntegro, sin ocultar nombres ni omitir detalles de las atrocidades cometidas por los criminales. Mas no hizo falta que se atendiera su orden; antes apareció una filtración de origen desconocido que lo desveló completo. Se supo entonces de una trama en la que el Ejército fue, no un actor pasivo y ajeno a los sucesos, sino parte activa y cómplice de los mismos, ejecutados con el conocimiento y al amparo de quienes en ese entonces estaban al frente de las instituciones del Estado. Por unas horas se tuvo la sensación de que el gobierno por fin había dado con el hilo que le llevaría a conocer a todos los protagonistas de esta siniestra historia. Con el castigo a los culpables, se pensó, el nombre de México se redimiría de un episodio que conmovió al mundo civilizado.
Mas llegado a ese punto, el presidente giró ciento ochenta grados y empezó a explicar las cosas de modo distinto a como apuntaba, tanto el informe de Encinas como las pesquisas del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI). Surgieron entonces toda suerte de hipótesis acerca del repentino viraje del mandatario entre las cuales, la más repetida, y quizá la más apegada a la realidad, fue que el alto mando de las fuerzas armadas exigió a su Comandante Supremo paralizar la divulgación de las investigaciones y anular las órdenes de aprehensión giradas por un juez contra los veinte soldados indiciados por la Unidad Especializada del caso Ayotzinapa, a cuya titularidad recién había renunciado Omar Gómez Trejo debido a sus irreconciliables diferencias con los criterios de Alejandro Gertz, Fiscal General de la República.
Al obsequiar las peticiones militares se hizo patente que la presión había dado al traste con el afán de transparencia de López Obrador y que la exigencia para mantener la relación de buen entendimiento entre el mandatario y el Ejército fue congelar Ayotzinapa y desistirse de entregar a la justicia civil a los elementos inculpados. Bastaron horas para que mudara de criterio, dando paso a mil conjeturas sobre la preponderancia castrense sobre un presidente, atrapado en las redes que él tejió. Y no olvidemos que en el fondo de este asunto está el trasiego de drogas entre Iguala y Chicago, detonador real de la tragedia y lo que explica la cauda de encubrimientos que acabó involucrando a autoridades de todos los niveles del Estado. Concluyo preguntando: ¿tenemos un gobierno qué, en caso de disenso con el poder militar, está en riesgo de que le condicionen el apoyo que eligió como su sustento principal? Así las cosas… ¿qué porvenir le aguarda al que lo suceda?