Ante la inminencia del arribo a México de vacunas de distintas procedencias, me confirmo en la idea que, cuando sea llegado mi turno, acudiré presuroso a inocularme la que haya, sin mirar nombre ni país de origen. Iré adonde sea convocado o esperaré a las brigadas de vacunación, apenas el responsable de Salud precise método y día en la campaña que dice tener planeada. Lo importante es que sea pronto; la carrera es contra el tiempo. En cuanto tenga en mi organismo defensas contra la intrusión del virus mejorará sin duda la posibilidad de hacerme inmune a su ataque. En esto no hay ideologías; da igual que sea alemana o china, rusa o estadounidense; la mejor vacuna será la que me apliquen. Y no me dejaré influir por la desinformación ni por el diluvio de fantasías y falsas noticias que nos asedian. Son fake-news que atienden, más que a la real eficacia de las vacunas, a los intereses que juegan en esta guerra comercial, la más grande que han conocido nuestros tiempos.

La certificación de la confiabilidad de los inmunizantes vs. la Covid puestos en el mercado internacional ha desatado un aluvión de versiones, tan encontradas como contradictorias. La situación tiene en tensión a países como el nuestro que, al no ser capaces de investigar y fabricar por sí mismos la vacuna, están a merced de la voracidad de gobiernos y empresas farmacéuticas que controlan un producto cuya demanda supera miles de veces a la oferta. En la puja por adquirirlo manda dinero y política; hablo de un bazar imaginario de dimensión planetaria al que 193 países desesperados acuden en pos de protección para los 7 mil millones de seres humanos que en ellos habitan. Es, ni más ni menos, que el sueño de todo especulador sin escrúpulos: poseer un producto que pocos tienen… ¡y todos necesitan!

No existe ningún organismo -ni la ONU- con poder para regular una contienda comercial, diplomática e ideológica como la que estamos viendo. Refractario a toda normatividad, el enfrentamiento reedita la Guerra Fría que dividió el globo en dos bloques de fuerza similar, luego de la locura que supusieron las conflagraciones mundiales del siglo XX. La Cortina de Hierro dejó, de un lado, al Oriente comunista con la Unión Soviética al frente, más sus satélites signatarios del Pacto de Varsovia, y a China con sus naciones vecinas; del otro, al Occidente capitalista, con Estados Unidos, más sus aliados de la OTAN. Y como testigos pasivos, los pueblos del Tercer Mundo, México entre ellos. Con Hiroshima y Nagasaki en la mente de todos, las bombas se sustituyeron por una carrera armamentista cuyo fin era -y es- disuadir a la contraparte de iniciar un ataque nuclear que conllevaría el fin de la vida sobre la Tierra. La confrontación se circunscribió entonces a lo propagandístico.

Ante la magnitud del negocio que supone la compraventa de biológicos anti-covid-19, tanto Oriente como Occidente han iniciado una ofensiva mediática para desacreditar los que se elaboran en el campo rival. No debe pues sorprendernos que, de un lado, se pongan trabas a Moderna, Pfizer y Oxford, de la misma manera que, del otro, se argumente contra Sputnik-V y Cansino. Con distinta exigencia y tiempos de prueba, todas traspusieron en sus países de influencia la Fase III para su uso de emergencia en un periodo que -subrayo- todos están apurando. Y hasta donde tengo noticia, tanto prestigio científico tiene la Agencia Europea de Medicamentos y la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA) como el Instituto Gamaleya de Moscú y la Administración de Productos Médicos de China. Concluyo: dado el apremio que vive México, sería un error trágico invalidar vacunas por recelos ideológicos. Dejemos los prejuicios… ¡y apliquémonos la que llegue antes!

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