El día a día de la república va amontonando hechos difíciles de explicar con argumentos razonables. En ese confuso e incesante acontecer lo que se ve con inquietante claridad es el antagonismo existente entre el gobierno y una muy heterogénea y dispersa miscelánea opositora cuya seña de identidad es un antilopezobradorismo invertebrado y compulso. A falta de ideas y líderes confiables, esas corrientes tienen como actividad única magnificar los tropiezos oficialistas y obstaculizar sus planes con toda suerte de ardides mediáticos y legales.
No proponen nada; sólo se limitan a trabar el quehacer gubernamental. El choque lo protagonizan en los juzgados dos bandos, el de abogados letristas que abundan en las filas conservadoras, versados en eternizar pleitos de barandilla, y el de litigantes duchos en marrullas legaloides, avezados en eludir mandatos judiciales para imponer sin torceduras las autoritarias líneas presidenciales. La batalla abarca al periodismo nacional, dividido grosso modo en un grupo de opinadores connotados privados de viejos privilegios, y otro de comunicadores afines al statu quo que gozan de su favor. Si bien en los medios clásicos esas escaramuzas arrojan un saldo desfavorable a la Cuarta Transformación, en el ámbito manipulable de las redes sociales sus seguidores gozan de amplia ventaja. El punto es que la crispación y la ausencia de entendimiento impiden la unidad y la cooperación que podrían ponernos en la ruta del desarrollo y el crecimiento compartido.
La víctima de ese duelo es la Verdad, esa que se escribe con mayúsculas. Lo que por la mañana dice el mandatario por la tarde es desmentido por sus adversarios, caricaturizando sus dichos que con frecuencia distan de ser exactos. La tensión se azuza desde Palacio y propicia un clima en el que todos sienten tener parte de razón, la suficiente como para montar campañas de descrédito que dañan más la imagen de la Nación que la de los debatientes. El caso lo ilustran los pedimentos estadounidenses y canadienses para iniciar consultas a propósito de las barreras interpuestas por México al libre comercio. Este disenso, que a buen seguro se resolverá en los plazos previstos en el T-MEC, dio lugar a visiones catastrofistas preconizadas por quienes anteponen su aversión al Presidente al interés del país. Como si lo disfrutaran, nos anticipan sanciones multimillonarias y la ruina de un sinfín de productores nacionales a causa de un tsunami de aranceles, cosa improbable dada la inflación que castiga la economía de los consumidores de ambas naciones. El punto es que, siendo el principal socio comercial de EU, a ninguno conviene que la sangre llegue al río.
A la vista del desorden que priva en el mercado de los energéticos es hora ya de tomar en serio el afán de López Obrador para que México sea autosuficiente en tan principal materia. Del tema se rieron los que juzgaban absurdo invertir en refinerías cuando la gasolina, el diésel y demás derivados del petróleo se adquirían a buen precio en el extranjero. Hoy, que las condiciones son otras, estamos asistiendo como testigos a la grave crisis que padecen naciones que erraron su política al respecto. Conviene pues revisar la idealizada globalidad que las indujo a basar su bienestar en fuentes de energía que, o compran en otros países, o aun siendo propias, no tienen capacidad para abastecer sus necesidades. El trance que vive Europa Occidental lo ejemplifica Alemania, dependiente en alto grado del gas de Rusia a la que, en paradoja incomprensible, al mismo tiempo sanciona y combate. Ahora, para paliar su enorme déficit energético, deberá recurrir —¡horror!— al uso del aborrecido carbón.
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