Desde sus distintas tribunas, destacados críticos del amloísmo llevan meses inundando sus espacios con anuncios de represalias del gobierno estadounidense a causa de las tonantes y -para mí- justificadas respuestas de López Obrador frente al intervencionismo yanqui en asuntos que competen a los mexicanos. Los roces, normales en las complejas relaciones que mantienen ambos países, son magnificados por sus malquerientes de modo tal que, por virtud del color sospechosamente uniforme del cristal con que todos ellos observan el acontecer político, generan un sentimiento de inminente catástrofe que se acentúa cuando la cargada se va toda -o casi- de un sólo lado. Así, la diversidad del análisis se esfuma y la objetividad naufraga en aras de una propaganda que tergiversa y deforma la realidad.

Esos líderes de opinión no pueden ver ni en pintura al tabasqueño y son incapaces -o más bien simulan serlo- de entender la coyuntura en la que se producen los reclamos a un lado y otro de la frontera. Las declaraciones airadas que vienen de allá buscan dar satisfacción a las exigencias de los votantes gringos que ven en México y los mexicanos el origen de todos sus males. A esos sectores elementales de la población, sus políticos están obligados a obsequiarlos con discursos agresivos de corte supremacista. En tanto aquí, López Obrador no desaprovecha la ocasión para inflamar, con sus soflamas soberanistas, la vena antiyanqui de sus seguidores, precisados de ser excitados por el caudillo para volver a las urnas el 2024 con el mismo sentimiento de unidad que los llevó, en 2018, a darle 30 millones de votos. Lo que en cualquier caso debe subrayarse es que las expresiones que seguiremos oyendo en el país vecino, y las que vamos a continuar escuchando hasta las elecciones del 2024 en boca de nuestro mandatario, se dan en el marco de valores entendidos entre socios, Estados Unidos y México, que se necesitan mutuamente y convienen en tolerar las salidas de tono de sus políticos al dirigirse a sus respectivos públicos. Existen, eso sí, unas líneas rojas que conocen los mandatarios de ambas naciones y que no deben trasponerse, so pena de generar una confrontación grave que a ninguna de las dos partes conviene.

Por otra parte, los nuevos equilibrios políticos que se construyen a nivel global también han influido para que las palabras de López Obrador, a veces excesivas y altisonantes, no tengan las consecuencias que, en otros tiempos, pudieron haber tenido. La reconfiguración de las relaciones internacionales propicia que las potencias intermedias -México es una de ellas- actúen con márgenes amplios de libertad que antes, en un mundo unipolar, no tenían. La situación hoy es otra: estamos ante un espectro político en cuyos extremos están las incondicionalidades que por distintos medios demandan, cada uno para sí, los dos polos de poder -China y Estados Unidos- que se disputan la supremacía mundial. En ese escenario, es aconsejable que, en razón de la geografía, México se alinee con el país vecino, pero sin sometimientos ni coacciones que menoscaben su autonomía e independencia. Toca ahora dar paso al diálogo informado y al entendimiento… aunque ello suponga que el presidente contenga su propensión a la imposición y la pendencia. En el delicado ambiente político de la actualidad y ante la presencia en el continente de la variable china, Estados Unidos precisa una relación de empatía y comprensión en su derredor norteamericano y, por ende, valora como nunca antes la amistad con México. Esa afortunada circunstancia, sumada a la reubicación de las empresas que el imperio tiene dispersas por el orbe, complementan un futuro halagüeño para el crecimiento de nuestra nación. Es tiempo de aprovecharlas.


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