Insisto, el poder político en México dejó de tener contrapesos a partir de que el 54% de votos obtenido por Morena en las elecciones federales de 2024 se infló al 74% y con argucias conquistó la mayoría absoluta, lo que conlleva la capacidad de rehacer el país a su antojo.
Desde entonces no ha habido obstáculo que resista el ritmo legislativo: se liquidaron fideicomisos, se desmantelaron organismos autónomos y, con prisa quirúrgica, se reformó el Poder Judicial. En cuestión de meses, la “transformación” pasó de ser un mero eslogan, tornándose en una versión concentradora de un poder en el que no hay equilibrio, solo obediencia. Y ahora, el siguiente paso ya está en marcha: adelantar la revocación de mandato para empatarla con las elecciones de mitad de sexenio, en 2027, maniobra envuelta en el celofán de la democracia participativa, pero en el fondo, una jugada de cálculo político milimétrico.
El argumento será impecable: ahorrar recursos, simplificar procesos, fortalecer la participación ciudadana, privilegiar la austeridad republicana. Patriótico discurso, pero detrás de la envoltura está la verdadera intención, aprovechar la alta popularidad presidencial por arriba de 70%, antes de que el desgaste natural del poder empiece a hacer mella, porque en política el timing es todo, y quien controla el calendario, controla la narrativa. Si la revocación se adelanta, el gobierno podrá convertir una consulta que debería medir el descontento en un acto de reafirmación masiva, una ratificación disfrazada, orquestada justo cuando el control político, mediático y legislativo es absoluto, o sea, la revocación se transformaría en plebiscito.
La coincidencia con las elecciones intermedias no es casual, es estrategia. Con ambas votaciones simultáneas, la figura presidencial se convertirá en el gran imán electoral. Cada boleta local, cada candidato de Morena se cobijará bajo el nombre y la popularidad de Sheinbaum. Un efecto dominó de propaganda legalizada. Y la oposición, predeciblemente, clamará: “fraude de calendario”, hará conferencias, presentará recursos, denunciará la manipulación. Pero nada detendrá la maquinaria cuando el poder no necesita permiso para reescribir las reglas. El Congreso acatará, el Tribunal avalará y el Instituto Electoral terminará de ajustar el reloj político a conveniencia del Palacio Nacional. El resultado será una elección empapada de legitimidad popular, una avalancha de votos que reforzará la narrativa del mandato inquebrantable. Y todo sin violar la ley, ley hecha a la medida.
Claudia, por supuesto, se muestra ajena a la anticipación, ella no empuja, solo “escucha al pueblo”. Demócrata como es, pide que no se legisle al vapor, que se analice, se abra un proceso de análisis y deliberación amplia en el Congreso, que se simule el debate y, después de la pantomima legislativa, de los discursos, las comisiones y los dictámenes, se apruebe lo previsto. Aparentemente no quedan piezas sueltas, el control institucional parece absoluto, pero existe el siempre latente riesgo de que la ciudadanía reaccione, saturada de tanto inflado discurso triunfalista, del “nosotros” somos distintos a “ellos” que no quieren al pueblo, hipócritas, egoístas que solo piensan en sí mismos, corruptos. De no reaccionar la ciudadanía, luego de los comicios, el discurso oficial destacará el acatamiento a rajatabla de la Constitución, elogiando al pueblo sabio que decidió a sus representantes.

