Los vándalos volvieron el fin de semana, ahora en el corredor de las colonias Condesa-Roma. Atacaron negocios, destrozaron cristales, rayaron paredes, impusieron el miedo y se marcharon sin que nadie los tocara. No fue una marcha, fue una ofensiva. No fue protesta, fue barbarie disfrazada de causa. Y, como es costumbre, la autoridad brilló por su ausencia. ¿Órdenes de no intervenir? ¿Cálculo político? ¿O simple abandono del Estado?

Esta vez, el pretexto fue el aumento de rentas y el alto costo de habitar en esta zona. Se acusa a los nuevos residentes de gentrificar los barrios, como si el deseo de vivir en un entorno amable y bien conservado fuera un delito. Pero ¿desde cuándo una renta elevada justifica romper vidrios, pintar muros y destruir lo que otros —vecinos, comerciantes, familias— han construido y cuidado?

Me duele especialmente porque hablo de mi colonia, la Condesa. El Parque México, corazón verde de la zona, es mucho más que un jardín urbano. Está dividido por la calle de Michoacán, en uno de cuyos extremos se alza la escultura de una mujer robusta y desnuda —la famosa “chichona”, como le llama medio mundo— obra del escultor Fernando Zúñiga, ícono sensual y maternal que nos recibe sin solemnidad, pero con fuerza, frente a la columna del reloj regalado por la comunidad armenia. Y justo detrás está el Foro Lindbergh, llamado así en honor del piloto estadounidense Charles Lindbergh, que visitó México en 1927, poco después de su vuelo trasatlántico. El foro, al igual que el parque, cuyo nombre real es José de San Martín, fue inaugurado el 25 de octubre de ese mismo año, como símbolo de modernidad y amistad entre pueblos.

Este foro circular, rodeado de bugambilias, no es solo arquitectura. Es un punto de encuentro para vecinos que hacen ejercicio, pasean a sus perros, se asolean, practican box, ensayan bailables, escuchan música o simplemente conviven. Es uno de esos espacios donde la ciudad respira con calma y donde la gente —de distintas edades, clases y estilos— puede coexistir sin miedo. La periferia del parque está salpicada de edificios de estilo art déco, con relieves, portones y balcones que narran otra época, la de la Condesa elegante, racional, viva. Por eso resulta más ofensivo que sea justo aquí donde se descargue una violencia sin sentido. Porque lo que vivimos no es un hecho aislado. Desde hace años, ciertos grupos radicales han recibido carta blanca para imponer su vandalismo bajo la máscara de la protesta social. La policía, cuando aparece, no actúa, está maniatada por un discurso que glorifica el desorden si viene del lado “correcto” ideológicamente.

Y como colofón, el caso grotesco de una mujer que insulta a un policía diciéndole que parece “negro”. Racismo, clasismo y prepotencia en estado puro. Un síntoma más del desprecio a la autoridad, y del cinismo de quienes creen tener permiso para humillar a otro.

Mientras tanto, los vecinos vuelven a pintar, a limpiar, a rehacer. Como si nada. Como si lo ocurrido fuera normal. Pero no lo es. Y si no alzamos la voz, nos volvemos cómplices. Porque detrás de cada piedra arrojada, hay una mano que la mece, y otra que la permite.

Analista

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