¿Cómo es posible que una reforma judicial sea aprobada por seis votos contra cinco? Seis por el sí y cinco por el no. ¿Acaso la ley no debería ser clara, inequívoca, compartida por todos los intérpretes de la Constitución? ¿No debería ser una decisión unánime? Si algo es legal, ¿no debería serlo para los once ministros y no solo para seis? ¿Tan mal está redactada la ley que requiere del subjetivo criterio de cada juzgador? Cuando la balanza de la justicia se define por un voto, más que por la fuerza del derecho, queda al descubierto una falla estructural. La reforma no fue una decisión limpia ni legítima a los ojos de buena parte del país. Ya no hay confianza, repiten colegios de abogados, académicos, jueces y la misma opinión pública, se ha quebrado algo fundamental en el estado de derecho, algo que no se reconstruye con discursos ni encuestas a modo. Queda claro que la pasada elección desanda buen tramo del camino democrático andado. ¿Así serán en adelante las elecciones, amañadas de principio a fin? Y lo que más desconcierta: “Se celebraron unas elecciones ejemplares”.
Esa tónica imperante se extiende a un sistema judicial paralizado en la Ciudad de México, donde los juzgados y tribunales, las salas familiares y unidades de gestión, llevan más de tres semanas en huelga, con accesos bloqueados, cerca de mil 200 audiencias suspendidas y más de 15 mil expedientes detenidos. El paro –abogados y jueces exigen mejora salarial, condiciones laborales adecuadas, garantías reales de independencia y elección sindical libre- deja en evidencia a un poder judicial desarticulado, justo cuando se supone que debía fortalecerse.
En este escenario de disfunción se vislumbran nuevos actores. El próximo presidente de la Suprema Corte, Hugo Aguilar Ortiz, abogado mixteco electo por voto popular con alrededor de seis millones de votos, se perfila como símbolo de cambio, anunciando su renuencia a usar la toga, promoviendo sustituirla por trajes tradicionales indígenas, abriendo la puerta a reformas que rompan la estética elitista del poder judicial. A partir del 1 de septiembre, cuando asuma la presidencia por dos años, la nueva configuración judicial -con seis ministros afines a Morena- será evaluada, no por su origen ni por su estética, sino por su capacidad de devolverle al país una justicia confiable, imparcial y funcional. Porque si algo representa a la justicia desde hace siglos es la toga: no como adorno, sino como símbolo. La toga unifica, impone autoridad, transmite respeto. Proviene de la antigua Roma - como símbolo de autoridad, dignidad y función pública-, atravesando generaciones y culturas, el juez como individuo, se convierte en institución.
Sustituirla por trajes regionales, por muy legítimos y dignos que sean en otros contextos, es diluir la solemnidad del recinto más alto del poder judicial en un colorido desfile de identidades, que pueda terminar pareciendo más un tianguis que un tribunal. La Suprema Corte no es una galería de diversidad, es el último muro de contención entre el poder y el ciudadano. Urge volver a lo esencial, a la ley como guía común, a la justicia como derecho, no como consigna y a la Suprema Corte como institución, no como escenario