Morena no se volvió todopoderoso de la noche a la mañana. La historia no comienza con el control del Poder Judicial, ni con la reforma que arrasó a la Suprema Corte, ni con la capacidad de doblar a la oposición en cada votación. El origen de este dominio desmedido está en algo más técnico, pero corrosivo: la jugada clave de la sobrerrepresentación.
En las elecciones de 2024, Morena y sus aliados alcanzaron el 54% de votos. Hasta ahí, nadie podría objetar su triunfo, es un porcentaje alto, legítimo, suficiente para gobernar con fuerza. El problema vino después, con la ingeniería de la representación proporcional y la complacencia de los árbitros, ese 54% se convirtió mágicamente en un 74% de asientos en el Congreso. Un salto de 20 puntos que nadie votó, la llave de la dominación absoluta. Lo hicieron amparándose en el acuerdo del INE de 2018 -ratificado por el Tribunal Electoral- que permitía contabilizar a los partidos aliados como si fueran fuerzas independientes, y con esa ficción sumaron curules adicionales que inflaron la representación de Morena. Y lo más grave no es que Morena lo haya intentado -cualquier partido lo hubiera intentado- sino que la oposición lo permitió. No hubo defensa seria ni resistencia política real. Los que hoy rezongan y se desgarran las vestiduras en el Senado, incluso con empujones, callaron entonces, prefirieron dejar pasar la inflación de escaños, como si aquello fuera una irregularidad menor, un tecnicismo sin importancia.
Ese fue el pecado original: Construir una mayoría que no existía en las urnas. Instalada esa mayoría artificial, todo vino en cascada: modificar leyes, aplastar contrapesos, nombrar fiscales, someter al Poder Judicial e imponer una reforma que reduce a los ministros de la Corte a piezas de recambio. ¿Cómo sorprendernos ahora de que todo se decida en un monólogo legislativo, si la verdadera discusión se perdió desde el momento en que se dejó pasar la sobrerrepresentación? Hay que subrayarlo, no fue un accidente, fue un diseño político. Morena sabía que con el 54% no le alcanzaba para arrasar, pero con el 74% podía hacer y deshacer a su antojo. Y siempre aparece un “Yunes” dispuesto a entregar su voto extra para redondear la mayoría calificada; esa pieza suelta les daba el pase completa, Morena no requería negociar, solo esperar el oportuno regalo de la tibieza opositora.
Por eso resulta un tanto grotesco ver a la oposición en su papel actual, como si de pronto hubieran descubierto que Morena concentra todo el poder. Se insultan, se manotean en el Senado, hacen perfomance de indignación, pero cuando debieron resistir e lo fundamental -cuando estaba en juego la integridad de la representación ciudadana- prefirieron mirar para otro lado.
Hoy, el país paga las consecuencias. Morena gobierna con la inmunidad de la aritmética inflada. Controla la agenda y las reglas del juego con la autoridad de haber ganado en las urnas, pero también con el plus que le otorgó un sistema manipulado y una oposición cobarde. Mensaje: cuando se cruza la línea de la sobre representación, ya no hay marcha atrás, la batalla se perdió cuando se inflaron los números y nadie dijo basta.