Morena nació como un acto de fe, la bandera de los olvidados, el asilo de los desposeídos, la voz que gritaba en la plaza: “No somos iguales”, su pacto con el pueblo fue solemne: “No robar, no mentir, no traicionar”, “Vivir en la justa medianía”, “Por el bien de todos, primero los pobres”. Millones les creyeron. Ese sueño se sembró sobre el hartazgo, PRI y PAN habían agotado la paciencia nacional con décadas de cinismo y saqueo. Morena llegó como agua fresca en el desierto: movimiento moral, casi místico, prometía dignidad, prometía justicia.
Hoy, el espejismo se desvanece, Morena ya probó las mieles del poder, y el poder, como siempre, mostró desgaste. Las viejas virtudes se pudrieron en la mesa del banquete. Las corcholatas, esas que se disputaron entre sí la sucesión, hoy reclaman su tajada. Adán Augusto con sus redes en las entrañas del gobierno. Monreal, viejo zorro que nunca suelta la cuerda. Noroña, el rebelde domesticado, vulgarizando su posición legislativa, encantado entre las alfombras rojas. La lucha ya no es por ideales, es por cuotas, cargos, contratos. El botín se reparte sin rubor. Pero lo que más indigna es la herencia monárquica, los hijos del caudillo, juniors sin oficio ni beneficio, convertidos en operadores de privilegios. Andy López Beltrán, el más visible, reparte contratos a sus amigos como si el país fuera propiedad feudal…y tal vez lo es. Ver a Andy y sus cuates en esta bacanal, irrita. Irrita también al pueblo que creyó en la austeridad, en la regeneración, en la diferencia. Irrita porque no solo se trata de corrupción, sino de traición. AMLO prometió destruir la casta dorada y en vez, fundó una nueva, dejándole el país como herencia anticipada.
Mientras tanto, la oposición sigue extraviada, PRI y PAN deambulan sin liderazgo, sin proyecto, sin épica. Ese vació es el seguro de vida de Morena. No necesita hacerlo bien, le basta con que enfrente no haya reto. Pero el tiempo es implacable, perdona errores, no traiciones. Y esto -lo que estamos viendo-, huele a traición, a engaño. Morena, la gran esperanza, el estandarte contra la corrupción y los privilegios, hoy corre el riesgo de convertirse en su opuesto: sinónimo de engaño, semejante a la casta insaciable que juró desterrar y que ahora devora con inesperada voracidad. El poder no los cambió, los exhibió, la regeneración nacional podría derivar en un espejismo en el desierto de la política.
En poco abona dudar del liderazgo de Claudia Sheinbaum. Hoy el partido parece un archipiélago de ambiciones, donde cada figura batea por su lado. Para afianzar el rumbo la Presidenta debe gobernar sin tutelas, deslindándose de la sombra del caudillo y poner orden en el partido. La disciplina interna no se decreta, se ejerce. En todo momento debe imperar el espíritu original: gobernar para el pueblo, no para las tribus. El juicio de la historia será implacable. No habrá refugio en el carisma prestado ni salvación en las encuestas. No puede ni debe quedar duda sobre la capacidad y liderazgo presidencial. Claudia Sheinbaum será la única responsable de su mandato: el de la primera Presidenta de México.